La historia de la AIT a través de sus congresos y programas
MARCELLO MUSTO
El inicio del camino
El 28 de septiembre de 1864, la sala del St. Martin’s Hall, un edificio situado en el corazón de Londres, estaba repleta de gente.
A llenarla, habían concurrido alrededor de 2.000 trabajadores y trabajadoras, para escuchar el discurso de algunos dirigentes sindicales ingleses y de un pequeño grupo de obreros del continente.
Los organizadores de tal iniciativa no imaginaban lo que esta, a partir de ese momento, habría de generar en breve. Ellos aspiraban a la construcción de un lugar de discusión internacional en el cual fuese posible examinar las principales problemáticas relacionadas con los trabajadores. No consideraron la hipótesis de fundar una organización verdadera y propia, como instrumento de coordinación de la iniciativa sindical y política de la clase obrera.
Igualmente, su ideología fue marcada en el comienzo más por reclamos ético-humanitarios, como la igualdad entre los pueblos y la paz mundial, que por el conflicto entre clases y por objetivos políticos concretos. No obstante, a partir de ella se conformó el punto de referencia para todas las organizaciones sucesivas del movimiento obrero, en el cual tanto los reformistas como los revolucionarios se sentirían inmediatamente representados: la Asociación Internacional de los Trabajadores.
En un lapso breve de tiempo, suscitó pasiones en toda Europa. Hizo de la solidaridad de clase un ideal compartido y despertó las conciencias de una gran masa de mujeres y hombres. Gracias a la Internacional, el movimiento obrero pudo comprender con mayor claridad los mecanismos de funcionamiento del modo de producción capitalista, pudo adquirir mayor conciencia de su propia fuerza y logró desarrollar nuevas y más avanzadas formas de lucha. Como contrapartida, en las clases dominantes, la noticia sobre la fundación de la Internacional provocó horror. El pensamiento acerca de la posibilidad de que también los obreros reclamaran un papel activo en la historia generó disgusto y fueron numerosos los gobiernos que invocaron su eliminación y que la persiguieron con todos los medios de los que podían disponer.
Las organizaciones obreras que fundaron la Internacional eran muy diferentes entre sí. El centro motor fue el sindicalismo inglés. Y sus dirigentes, casi todos reformistas, estaban interesados sobre todo en cuestiones de carácter económico. Luchaban por la mejora de las condiciones de los trabajadores sin poner en discusión el capitalismo. Por lo tanto, concibieron la Internacional como un instrumento que podía colaborar en la consecución de su objetivo, impidiendo la importación de mano de obra externa durante las huelgas.
Otra rama significativa de la organización, por mucho tiempo dominante en Francia, fue la de los mutualistas. Seguidores de las teorías de Pierre-Joseph Proudhon, se oponían a cualquier tipo de participación política y estaban en contra de la huelga como instrumento de lucha. Defensores de un sistema cooperativo sobre una base federal, sostenían que era posible modificar el capitalismo mediante un acceso equitativo al crédito. Por estas razones, representaron el ala derecha de la Internacional.
Junto a estas dos tendencias, númericamente mayoritarias, el tercer grupo, por orden de importancia, eran los comunistas, reunidos alrededor de la figura de Karl Marx, y activos, con pequeñas agrupaciones en una esfera de influencia muy circunscripta, en algunas ciudades alemanas o suizas, así como en Londres. Anticapitalistas, se oponían al sistema de producción existente y reivindicaban la necesidad de la acción política para revertirlo.
Entre las filas de la Internacional, en el momento de su fundación, había también otros componentes que no mantenían relación alguna con la tradición socialista.
Entre ellos estaban algunos núcleos de exiliados de los países del este de Europa, inspirados por concepiones vagamente democráticas, y los partidarios del pensamiento interclasista de Giuseppe Mazzini. Completaban el cuadro de la organización, generando un equilibrio aún más complejo, los diversos grupos de trabajadores franceses, belgas y suizos que adhirieron a la Internacional aportando las teorías más diferentes y confusas, entre ellas algunas inspiradas en el utopismo.
La empresa política que logró hacer convivir todas estas almas en la misma organización y, además, con un programa muy distante de las posturas iniciales de cada una de ellas, fue indiscutiblemente obra de Marx. Sus dotes políticas le permitieron conciliar lo que parecía inconciliable y le aseguraron un futuro a la Internacional, la cual, sin su protagonismo, se habría hundido rápidamente en el olvido, al igual que el resto de las numerosas asociaciones obreras que la precedieron. Fue Marx el que le dio una clara finalidad a la Internacional. Fue Marx el que realizó un programa político no excluyente, si bien firmemente de clase, con la garantía de una organización que aspiraba a ser masiva y no sectaria. El alma política de su Consejo General fue siempre Marx, quien redactó casi todas las resoluciones principales y compiló casi todos los reportes preparatorios para los congresos. Él fue «el hombre justo en el momento justo», como escribió el dirigente obrero alemán Georg Eccarius.
La formación de la Internacional
La discordancia temporal entre los principales sucesos organizativos y políticos de la Internacional vuelve compleja la reconstrucción cronológica de su historia. Desde un punto de vista organizativo, las fases más importantes atravesadas por la Asociación fueron: I) su nacimiento (1864-1866), es decir, desde la fundación hasta el primer congreso (Ginebra, 1866); II) su expansión (1866-1870); III) su giro revolucionario y la represión que siguió a la Comuna de París (1871-1872); y IV) la separación y la crisis (1872-1877). Desde el punto de vista del choque político, en cambio, las fases principales de la Internacional fueron: I) el debate inicial entre los varios componentes y la construcción de sus fundamentos teóricos (1864-1865); II) el conflicto por la hegemonía entre colectivos y mutualistas (1866-1869); y III) el choque entre centralistas y autonomistas (1870-1877).
Inglaterra fue el primer país en el que se presentaron las demandas de adhesión a la Internacional. En febrero de 1865, se afiliaron 4.000 miembros de la Sociedad operativa de albañiles. Poco después, se sumaron grupos de constructores y zapateros. En el transcurso de su primer año de vida, el Consejo General efectuó una prolífica actividad de divulgación de los principios políticos de la Internacional que contribuyó a ampliar el horizonte de la Asociación por encima de la esfera de cuestiones meramente económicas, como demuestra con su presencia entre las organizaciones que participaron en las Reform League, el movimiento para la reforma electoral nacido en febrero de 1865.
En Francia, la Internacional empezó a tomar forma en enero de 1865, fecha en la que fue fundada su primera sección en París. La influencia ideológica ejercitada por la Asociación fue débil y sus relaciones de fuerza limitadas, sumadas a la escasa determinación política, impidieron la fundación de una federación nacional. No obstante estos límites, los franceses conformaron el segundo grupo más consistente de la Internacional durante la primera conferencia de la organización realizada en Londres. Esta se celebró entre el 25 y el 29 de septiembre, con la presencia de 30 delegados provenientes de Inglaterra, Francia, Suiza y Bélgica y de algunas otras representaciones de Alemania, Polonia e Italia. Cada uno de ellos brindó noticias, sobre todo de carácter organizativo, acerca de los primeros pasos que la Internacional había comenzado a dar en sus respectivos países. En esta sede fue convocado, para el año siguiente, el primer Congreso General.
En el período transcurrido entre estos dos congresos, la Internacional siguió su proceso de expansión en Europa. Comenzó a construir sus primeros núcleos importantes en Bélgica y en la Suiza francesa. Las «Leyes Prusianas de Asociación», que impedían a los grupos políticos alemanes establecer relaciones estructuradas con organizaciones de otros países, no permitieron en cambio abrir secciones de la Internacional en la que era, en ese momento, la Confederación Germánica.
En esta fase inicial, la actividad realizada por parte del Consejo General en Inglaterra contribuyó enormemente a la consolidación de la Internacional. Apoyando las huelgas de los Sastres Unificados de Londres, en el transcurso de la primavera de 1866, la organización participó por primera vez activamente en una lucha obrera. Después de la victoria de la huelga, cinco pequeñas sociedades de sastres, de alrededor de 500 trabajadores cada una, decidieron afiliarse a la Internacional. La conclusión positiva de otras vertientes atrajo diversos sindicatos pequeños, a tal punto que, al momento de su primer congreso, las organizaciones sindicales afiliadas eran ya 17, con un total de más de 25.000 adherentes.
Entre el 3 y 8 de septiembre de 1866, la ciudad de Ginebra acogió el primer congreso de la Internacional. Participaron 60 delegados de Inglaterra, Francia, Alemania y Suiza. La organización llegó a este encuentro con un balance muy positivo, después de haber reunido bajo su bandera, sólo dos años después de su fundación, a más de un centenar de pequeños sindicatos y organizaciones políticas. Los participantes de la conferencia se dividieron en dos bloques principales. El primero, que estaba integrado por delegados de los británicos, por los pocos alemanes presentes y por la mayoría de los suizos, siguió las directrices del Consejo General redactadas por Marx, quien estuvo ausente en Ginebra. El segundo bloque, del que formaban parte los franceses y los suizos de habla francesa, estaba integrado por los mutualistas.
En ese momento, la Internacional era una organización en la que prevalecían las posiciones moderadas. Los mutualistas, de hecho, liderados por el parisino Henri Tolain, prefiguraban una sociedad en la que el trabajador sería a la vez productor, capitalista y consumidor. A su juicio, la concesión de crédito gratuito era la medida decisiva para transformar la sociedad; se oponían al trabajo femenino, condenado desde un punto de vista moral y social; y se oponían también a cualquier interferencia del Estado en materia de relaciones del trabajo (incluyendo la reducción legal de la jornada de trabajo a ocho horas), pues estaban convencidos de que pondría en riesgo las relaciones privadas entre el trabajador y el patrón, y de que fortalecería el sistema existente.
A pesar de la fuerza numérica de los franceses, los dirigentes del Consejo General presentes en el congreso lograron frenar a los mutualistas y adquirir, sobre la base de las deliberaciones elaboradas por Marx, algunos resultados favorables con respecto a la importancia del sindicato y de la intervención del Estado.
Las huelgas, la expansión y la derrota de los mutualistas
A finales de 1866, las huelgas se intensificaron en muchos países europeos. Organizadas por grandes masas de trabajadores, contribuyeron a que éstos tomaran conciencia de las condiciones en que eran obligados a vivir y se convirtieron en el motor de una nueva e importante temporada de luchas.
En contraste con el argumento presentado por algunos gobiernos de la época, que señalaba a la propaganda de la Internacional como responsable de las huelgas, la mayoría de los trabajadores que participaron en ellas ni siquiera estaba al tanto de su existencia. Las protestas se originaron debido a las dramáticas condiciones de trabajo y de vida que los trabajadores se veían obligados a soportar. Estas movilizaciones representaron el primer momento de encuentro y de coordinación con la Internacional, que las apoyó con proclamas y llamados de solidaridad, organizó colectas de dinero para los huelguistas y promovió reuniones para bloquear las tentativas de las patronales tendientes a debilitar la resistencia.
Fue precisamente debido al papel concreto que desempeñó la Internacional que los trabajadores comenzaron a reconocerla como un lugar de defensa de sus intereses comunes y a querer afiliarse a ella. La primera gran batalla ganada gracias a su apoyo fue la que libraron los trabajadores del bronce en París, cuya huelga duró desde febrero a marzo de 1867. También tuvieron éxito las huelgas de los trabajadores del hierro en Marchienne, en febrero de 1867; la de los trabajadores de la cuenca minera en Provence, que comenzó en abril de 1867 y terminó en febrero de 1868; la de los mineros en Charleroi y la de los albañiles en Ginebra, ambas durante la primavera de 1868. En cada una de ellas, el guión se repitió de forma idéntica: se hizo una colecta de dinero en apoyo de los huelguistas, impulsada por los trabajadores de otros países, con el acuerdo de que estos últimos no aceptaran un trabajo que los degradara a la condición de mercenarios. Todo esto obligó a los patrones a llegar a un acuerdo y a aceptar muchas de las demandas de los obreros. Tras el éxito de estas luchas, cientos de nuevos miembros se unieron a la Internacional en las ciudades donde se habían realizado las huelgas. Como afirmó el miembro del Consejo General Eugène Dupont: «no es la Asociación Internacional de los Trabajadores la que empuja [a los obreros] a la huelga, sino que [es] la huelga la que los empuja a los brazos de la Asociación Internacional de los Trabajadores».
Así, a pesar de las complicaciones derivadas de la diversidad de países, lenguas y culturas políticas, la Internacional logró reunir y coordinar las muchas organizaciones y las numerosas luchas que nacieron espontáneamente. Su mayor mérito fue haber sido capaz de señalar la absoluta necesidad de la solidaridad de clase y de la cooperación internacional, transformando de forma irreversible el carácter parcial de los objetivos y de las estrategias del movimiento obrero.
Desde 1867 en adelante, fortalecida por estos logros, así como por el aumento de la cantidad de militantes y por una estructura organizativa más eficiente, la Internacional avanzó en todo el continente. Ese año estuvo marcado por el notable progreso de la Asociación, sobre todo en Francia. Las adhesiones se multiplicaron también en Bélgica, por efecto de las huelgas, y en Suiza, donde ligas obreras, cooperativas y sociedades políticas se adhirieron con entusiasmo.
Este fue el escenario que precedió al congreso de 1867. Se celebró de nuevo en Suiza, pero esta vez en la ciudad de Lausana, del 2 al 8 de septiembre. Asistieron 64 delegados de 6 países (en esta ocasión también se hicieron presentes representantes de Bélgica y de Italia). Entre ellos había una fuerte presencia de los mutualistas, quienes impusieron en la agenda del congreso típicos temas proudhonianos, tales como el debate acerca del movimiento cooperativo y acerca del uso alternativo del crédito. Su oposición a la socialización de la propiedad de la tierra continuó siendo incuestionable y la discusión más a fondo sobre el tema se aplazó hasta el congreso siguiente.
Los mutualistas fueron durante cuatro años la parte más moderada de la Internacional. Los sindicalistas ingleses, aun no compartiendo las posiciones anticapitalistas de Marx, no tuvieron el efecto de lastre de los seguidores de Proudhon con respecto a las elecciones políticas de la organización. En 1868, por ejemplo, todavía eran muchos los sectores de la Internacional de tendencia mutualista que se oponían a la práctica de la huelga.
Ahora bien, antes que Marx, los que volvieron marginal la doctrina de Proudhon en la Internacional fueron los propios trabajadores. Fue, sobre todo, la proliferación de huelgas lo que convenció a los mutualistas de cuán erróneas eran sus concepciones. Fueron las luchas proletarias las que les mostraron que la huelga era la respuesta inmediata y necesaria para mejorar las condiciones existentes, y también, al mismo tiempo, para fortalecer la conciencia de clase indispensable para construir la sociedad del futuro. Fueron las mujeres y los hombres de carne y hueso quienes pararon la producción capitalista exigiendo derechos y justicia social; fueron ellos quienes cambiaron el equilibrio de poder en la Internacional y, lo que es más significativo, en la sociedad. Fueron los trabajadores del bronce de París, los trabajadores textiles de Rouen y de Lyon, los mineros de St-Etienne quienes, con una fuerza superior a cualquier discusión teórica, convencieron a los dirigentes internacionalistas franceses sobre la necesidad de socializar la tierra y la industria. Fue, en definitiva, el movimiento obrero el que demostró, contradiciendo a Proudhon, que era imposible separar la cuestión económico-social de la cuestión política.
El Congreso de Bruselas, celebrado entre el 6 y 13 de septiembre de 1868, con la presencia de 99 delegados de Francia, Inglaterra, Suiza, Alemania, España y Bélgica (con 55 representantes), sancionó la redimensión de los mutualistas. El momento culminante fue el pronunciamiento a favor de la propuesta, hecha por César De Paepe, de socializar los medios de producción. La resolución votada representó un paso decisivo en el proceso de definición de las bases económicas del socialismo. Esto constituyó una victoria importante del Consejo General y por primera vez se incluyeron principios socialistas en el programa político de una gran organización del movimiento obrero.
Si el Congreso de Bruselas fue la base de la cual partió el giro colectivista de la Internacional, el del año siguiente, celebrado entre el 5 y el 12 de septiembre en Basilea, terminó de confirmarlo. Los participantes del congreso fueron 78. Ellos no solo vinieron de Francia, Suiza, Alemania, Inglaterra y Bélgica, sino, como resultado de la expansión de la organización, también de España, Italia y Austria, e incluso también se contó con la presencia de un representante del Sindicato Nacional del Trabajo de Estados Unidos. Las resoluciones sobre la propiedad de la tierra, presentadas en Bruselas el año anterior, fueron confirmadas en una nueva votación y aprobadas por 54 delegados, con solo 4 votos en contra y 13 abstenciones. El nuevo texto declaraba que «la sociedad tiene el derecho de abolir la propiedad individual de la tierra y dárselo a la comunidad» y fue también aprobado por los delegados franceses.
El Congreso de Basilea tuvo también otro hecho interesante: la participación del diputado Míjail Bakunin. Al no haber podido ganar la dirección de la Liga de la Paz, Bakunin había fundado en Ginebra la Alianza de la Democracia Socialista en septiembre de 1868; una organización que en diciembre solicitó la adhesión a la Internacional. Finalmente, después de haber derrotado a los mutualistas y al fantasma de Proudhon, Marx se vio, desde ese momento, en la situación de enfrentar a un rival aún más duro; uno que conformó una nueva tendencia dentro de la organización —el anarquismo colectivista— y que aspiraba a conquistarla.
El desarrollo en toda Europa y la Comuna de París
El período comprendido entre finales de los años sesenta y principios de los setenta fue el escenario de numerosos conflictos sociales. Durante esta etapa, muchos de los trabajadores que participaron en las protestas exigieron el apoyo de la Internacional, la cual iba ganando cada vez más fama. A pesar de las limitaciones de medios y recursos, el Consejo General nunca dejó de responder a las peticiones que le llegaban, activándose, de vez en cuando, a través de la redacción de llamados a la solidaridad dirigidos a todas sus secciones en Europa y organizando colectas de fondos.
El año de 1869 fue para la Internacional un período de significativa expansión en toda Europa. En Francia, después de la dura represión de 1868, la asociación resurgió. En París, el número de afiliados alcanzó aproximadamente los 10.000, la mayoría de los cuales se adhirió a la Internacional a través de sociedades cooperativas, cámaras sindicales de oficio y sociedades de resistencia. En la ciudad de Lyon, donde en septiembre de 1870, a raíz de un levantamiento, se proclamó una Comuna Popular, luego violentamente reprimida, los cálculos más rigurosos estimaron una adhesión de 3.000 trabajadores. Se calcula que el número total de afiliados en todo el territorio nacional fue de entre 30.000 y 40.000. Esta Internacional era muy diferente a la fundada en 1865 por Tolain y Friburg. En 1870, los ejes de la organización en Francia fueron la promoción de los conflictos sociales y de la actividad política.
En Bélgica, el período que siguió al congreso de 1868 se caracterizó por el nacimiento del sindicato, por el éxito victorioso de las huelgas y por la adhesión a la Internacional de numerosas organizaciones obreras.
El número de afiliados llegó a su punto máximo a principios de los años setenta, cuando se contabilizaban en decenas de miles, superando probablemente el total alcanzado en Francia.
Durante esta fase, la tendencia positiva de la Internacional también se manifestó en Suiza. En 1870, el número total de sus militantes llegó a 6.000. En la ciudad de Ginebra había 34 secciones, para un total de 2.000 afiliados; mientras que en la región del Jura había alrededor de 800. La consolidación de la Federación del Jura (en la que estaba inscripto Bakunin) representó una etapa importante en la construcción de una corriente anarquista-federalista en el interior de la Internacional. Su principal figura fue el joven James Guillaume, quien tuvo un papel clave en el enfrentamiento con Londres. En esta fase, las ideas de Bakunin comenzaron a difundirse en muchas ciudades, sobre todo en el sur de Europa. El país en el que obtuvieron el consenso más rápido fue España.
En la Confederación Germánica del Norte, se desarrolló una situación completamente diversa. A pesar de que el movimiento obrero de ese país contaba ya con dos organizaciones políticas, la Asociación General de Trabajadores Alemanes, de tendencia lassalleana, y el Partido de los Trabajadores Socialdemócratas de Alemania, de orientación marxista, el entusiasmo que allí se manifestó por la Internacional fue mínimo, así como fueron muy pocas las solicitudes de adhesión.
Como compensación para la decepcionante situación en Alemania, hubo dos acontecimientos positivos. En mayo de 1869, se fundaron otras secciones de la Internacional en un nuevo país, Holanda, y la organización comenzó a desarrollarse lentamente en Ámsterdam y en Frisia. Poco después, también renació en Italia, país en el que estaba presente desde antes, pero con sólo algunos grupos dispersos y desconectados entre ellos.
Aún más significativo, al menos por su carácter simbólico, fue la llegada de la Internacional al otro lado del océano. De hecho, a partir de 1869, y por iniciativa de algunos inmigrantes que habían llegado en los años anteriores, se formaron las primeras secciones en los Estados Unidos de América. Sin embargo, la organización estuvo marcada, desde su inicio, por dos limitaciones que nunca fueron superadas. No fue capaz de reducir el carácter nacionalista de varios grupos que se unieron a ella y no logró tampoco involucrar a los obreros autóctonos.
En este escenario de expansión universal, aunque marcada por contradicciones evidentes y por el avance desigual de desarrollo en los distintos países, la Internacional se aprontaba a celebrar su quinto congreso en septiembre de 1870. La Guerra Franco-Prusiana que estalló el 19 de julio 1870 obligó, sin embargo, a suspender el congreso. El estallido de una guerra en el centro de Europa impuso a la Internacional una prioridad absoluta: ayudar al movimiento obrero a expresar una posición independiente y distante de la retórica nacionalista de la época.
Tras la captura de Bonaparte, derrotado por los alemanes en Sedan el 4 de septiembre de 1870, se proclamó en Francia la Tercera República. Le siguió un armisticio basado en las condiciones impuestas por Bismarck, que desencadenó el llamado a elecciones y la posterior designación de Adolphe Thiers a cargo del poder ejecutivo, con el apoyo de una amplia mayoría legitimista y orleanista. La clara perspectiva de un gobierno que no llevaría a cabo ninguna reforma social provocó la sublevación de los parisinos. Ésta finalizó con la expulsión de Thiers y el nacimiento, el 18 de marzo, de la Comuna de París, el acontecimiento político más importante en la historia del movimiento obrero del siglo XIX.
A pesar de la defensa apasionada y convincente de Marx en La guerra civil en Francia, la Internacional no instó a los parisinos a la insurrección, como tampoco ejerció una influencia decisiva en la Comuna de París. A partir de ese momento, sin embargo, estuvo en el ojo de la tormenta. El giro violento que tomó la Comuna de París, y la furia de la brutal represión desatada por todos los gobiernos europeos, no impidieron que la Internacional aumentara sus propias fuerzas. Si bien se vio atacada con frecuencia por las calumnias que sus adversarios escribían en su contra, la «Internacional» se convirtió, en este período, en una palabra conocida por todos. En las bocas de los capitalistas y de la clase burguesa, fue sinónimo de amenaza al orden establecido; pero, para las obreras y los obreros, significó la esperanza de un mundo sin explotación y sin injusticia. La confianza en que era posible lograrlo aumentó después de la Comuna de París. Ella le dio vitalidad al movimiento obrero, lo instó a tomar posiciones más radicales y a intensificar la militancia. París mostró que la revolución era posible, que el objetivo podía y debía ser la construcción de una sociedad radicalmente diferente de la capitalista y también que, para lograrlo, los trabajadores tendrían que dar vida a formas de asociación política estables y bien organizadas.
La crisis de la Internacional
En este escenario que no favorecía la convocatoria de un nuevo Congreso, a casi dos años del último, el Consejo General decidió organizar una conferencia en la ciudad de Londres. Tuvo lugar entre el 17 y 23 de septiembre y contó con la presencia de 22 delegados que vinieron de Inglaterra, Irlanda, Bélgica, Suiza y España, a los que se sumaron también los exiliados franceses.
La decisión más importante que se tomó durante el congreso, y por la cual se lo recuerda, fue la aprobación de la resolución sobre «la acción política de la clase obrera « (resolución IX). En el texto aprobado en Londres se afirmaba: que la clase obrera, contra este poder colectivo de las clases poseedoras, puede actuar como clase solo cuando se constituye como un partido político autónomo, contrapuesto a todas las viejas formaciones partidarias de las clases poseedoras; que esta construcción de la clase obrera en partido político es indispensable para el triunfo de la revolución social y de su fin último: la abolición de las clases.
Si el Congreso de Ginebra de 1866 había señalado la importancia del sindicato, la Conferencia de Londres de 1871 definió la otra herramienta de lucha fundamental del movimiento obrero: el partido político. Marx estaba convencido de que las resoluciones adoptadas en Londres habrían recibido la aprobación de casi todas las principales federaciones y secciones locales. Sin embargo, pronto tuvo que cambiar de opinión.
Si la posición crítica de la Federación del Jura había sido tomada en consideración, Marx se sorprendió cuando, en 1872, emergieron desde muchos frentes signos de descontento y de rebelión contra su línea política. En muchos países, las decisiones tomadas en Londres fueron consideradas una grave injerencia en la autonomía en la política local y, por lo tanto, una imposición inaceptable. La federación belga, que durante la conferencia había tratado de construir una mediación entre las partes, comenzó a tomar una posición muy crítica con respecto a Londres. Posteriormente, los holandeses también tomaron distancia. Aún más duras fueron las reacciones en el sur de Europa, donde la oposición logró, rápidamente, un consenso notable.
Las acusaciones contra el Consejo General fueron de distinto tipo y las motivaron, muchas veces, solo razones de índole personal. Fue así que se produjo una extraña alquimia que volvió aún más problemática la gestión de la organización. El principal adversario al cambio que desencadenó la resolución IX fue un entorno que no estaba todavía preparado para recibir el salto cualitativo propuesto por Marx. Pese a las declaraciones de ductilidad que lo acompañaron, el cambio iniciado en Londres fue percibido por muchos como una gran imposición. El principio de autonomía de las distintas realidades que componían la Internacional era considerado como una de las piedras angulares de la Asociación, no sólo por el grupo más vinculado a Bakunin, sino también por la mayor parte de las federaciones y secciones locales. Este fue el error de análisis que cometió Marx y que precipitó la crisis de la Internacional.
La batalla final se desató a fines del verano de 1872. Después de los acontecimientos que durante tres años alteraron el curso de su historia —la Guerra Franco-Prusiana, la violenta represión que siguió a la Comuna de París y los numerosos conflictos internos— la Internacional pudo finalmente celebrar otro congreso. Su quinto Congreso General se llevó a cabo en La Haya, entre el 2 y el 7 de septiembre. Participaron 65 delegados en representación de más de 14 países (Francia, Alemania, Bélgica, Inglaterra, España, Suiza, Holanda, Austria-Hungría, Dinamarca, Irlanda, Hungría, Polonia, Portugal y Australia). Si bien los internacionalistas italianos no enviaron sus 7 delegados en protesta contra las decisiones tomadas en el año anterior en Londres, el congreso de 1872 fue sin duda el más representativo de la historia de la Internacional. La importancia decisiva del evento llevó a Marx a asistir en persona.
La decisión más importante tomada en La Haya fue la inclusión de la resolución IX del Congreso de Londres en los estatutos de la Asociación. La lucha política fue finalmente considerada una herramienta necesaria para la transformación de la sociedad: «puesto que los señores de la tierra y del capital hacen uso de sus privilegios políticos para defender y perpetuar su monopolio económico y esclavizar el trabajo, la conquista del poder político se convierte en el gran deber del proletariado».
En 1872, la Internacional era, por lo tanto, muy diferente a lo que había sido en el momento de su fundación. Los componentes democratico-radicales habían abandonado la Asociación, después de haber sido desplazados. Los mutualistas habían sido derrotados y sus fuerzas, drásticamente reducidas. Los reformistas ya no constituían la parte predominante de la organización (salvo en Inglaterra) y el anticapitalismo se había convertido en la línea política de toda la Internacional, incluso de las nuevas tendencias —como la anarco-colectivista— que se habían formado en el curso de los últimos años. Si bien durante la existencia de la Internacional Europa había sido atravesada por un período de gran prosperidad económica, los obreros tenían cada vez más claro que su estado solo cambiaría realmente cuando se acabara la explotación del hombre por el hombre, y no mediante reivindicaciones económicas tendientes a lograr leves paliativos a las condiciones existentes.
El escenario, por otra parte, había cambiado radicalmente incluso fuera de la organización. La unificación de Alemania, que tuvo lugar en 1871, marcó el inicio de una nueva era, en la que el Estado-nación se afirmó definitivamente como forma de identidad política, jurídica y territorial. El nuevo contexto volvía poco plausible la continuidad de un organismo supranacional al cual las organizaciones de distintos países, aunque conservaran su autonomía, tuvieran que ceder una parte significativa de la conducción política.
La configuración inicial de la Internacional había sido superada y su misión original había terminado. Ya no se trataba de buscar predisposición y de coordinar iniciativas de solidaridad en apoyo de las huelgas a escala europea, ni de celebrar congresos para discutir la utilidad de las organizaciones sindicales o la necesidad de socializar la tierra y los medios de producción. Estas cuestiones se habían convertido en el patrimonio colectivo de todos los componentes de la organización. Después de la Comuna de París, el verdadero reto para el movimiento obrero era la revolución, o cómo organizarse para poner fin al modo de producción capitalista y derrocar las instituciones del mundo burgués.
Durante el Congreso de La Haya se sucedieron diversas votaciones, que despertaron fuertes polémicas. Se sancionó la expulsión de Bakunin y de Guillaume y fue aprobado el traslado de la sede del Consejo General a Nueva York. Fueron muchos, incluso en las filas de la mayoría, a votar en contra de esta moción, comprendiendo que tal decisión marcaría el fin de la Internacional como estructura operativa. Para Marx, sin embargo, era mejor renunciar a la Internacional (a partir de entonces ya no formó parte del Consejo General) antes que verla caer en las manos de sus adversarios y ser testigo de su mutación en una organización sectaria. La muerte de la Internacional era altamente preferible a la perspectiva de una lenta y costosa lucha fratricida. No obstante, todavía no es convincente el argumento que esgrimen muchos especialistas, según el cual el ocaso de la Internacional se originó en el conflicto de sus dos corrientes principales; o lo que es aún más improbable, en el librado entre dos hombres, por más que se tratara de hombres de la talla de Marx y de Bakunin. Las razones de su fin han de buscarse en otro lado. Aquello que volvió obsoleta la Internacional fueron los grandes cambios que ocurrieron fuera de ella. El crecimiento y la transformación de las organizaciones del movimiento obrero, el fortalecimiento de los Estados nacionales, la ampliación de la Internacional en países como España e Italia, caracterizados por condiciones económicas y sociales muy diferentes a las de Inglaterra y Francia (en donde había nacido la Asociación), el definitivo giro moderado del sindicalismo inglés y la represión que siguió a la caída de la Comuna de París: todos estos factores actuaron de forma concomitante para transformar la configuración original de la Internacional en una inadecuada para las cambiantes condiciones históricas del momento.
La nueva Internacional
En 1872, la Internacional que había nacido en 1864 dejó de existir. La gran organización que durante ocho años había sostenido con éxito numerosas huelgas y luchas, forjado un programa teórico anticapitalista y ramificado su presencia en todos los países europeos, implosionó luego del Congreso de La Haya. Sin embargo, su historia no acabó con la partida de Marx. En su lugar surgieron dos reagrupamientos de fuerzas, pero más pequeños y sin la capacidad proyectual ni la ambición política de la Internacional. El primero estaba compuesto por los «centralistas», es decir, por la parte mayoritaria del último congreso, que bregaba por una organización dirigida políticamente por un Consejo General. El segundo estaba formado por los «autonomistas», o la minoría, que consideraba que las secciones gozaban de absoluta autonomía en la toma de decisiones.
La organización «centralista» se mantuvo operativa solo en algunos pocos países, su vida fue corta y no produjo ninguna elaboración teórica; los autonomistas, por el contrario, continuaron siendo durante unos años, una realidad concreta y sin dudas más activa. Su último congreso se celebró en Verviers, en septiembre de 1877, con la presencia de 22 delegados. Sin embargo, todos ellos pertenecían a la tendencia anarquista. El resto de las corrientes se reunió en la ciudad de Gante con motivo del Congreso Socialista Universal, el mayor encuentro jamás realizado entre las organizaciones del movimiento obrero. Incluso la Internacional autonomista, que solo había mantenido una base popular en España, había también concluido su ciclo. La superó la creciente toma de conciencia, que se extendió en casi todo el movimiento obrero europeo, sobre la importancia absoluta de participar en la lucha política con organizaciones partidarias. El final de la experiencia autonomista también selló el ocaso de la relación entre anarquistas y socialistas, quienes, a partir de ese momento, vieron cómo sus caminos se separaban definitivamente.
En las décadas subsiguientes, el movimiento obrero adoptó un programa socialista, se expandió primero en Europa y luego en todos los rincones del mundo y construyó nuevas estructuras de coordinación supranacional. Cada una de éstas, además de conservar el nombre (por ejemplo, la Segunda Internacional de 1889-1916 o la Tercera Internacional de 1919-1943), mantuvo los principios y las enseñanzas de la «primera» Internacional. De esta manera, su mensaje revolucionario reveló su extraordinaria fertilidad, generando con el correr del tiempo resultados todavía mejores que los conseguidos durante su existencia.
La Internacional dejó impresa en las conciencias de los proletarios la convicción de que la liberación del trabajo respecto del yugo del capital no podía lograrse dentro de los límites de un solo país, sino que se trataba de una cuestión global. Además, gracias a la Internacional, los obreros comprendieron que su emancipación solo podía ser conquistada por ellos mismos, por su capacidad de organización, y que no debía ser delegada a otros. Por último, la Internacional difundió entre los trabajadores la conciencia de que su esclavitud cesaría solamente con la superación del modo de producción capitalista y del trabajo asalariado, ya que las mejoras internas al sistema vigente, que sin embargo se buscaban, no habrían modificado la dependencia económica respecto de las oligarquías patronales.
Un abismo separa las esperanzas de ese tiempo de la desconfianza en el presente; la determinación antisistémica de aquellas luchas y la subordinación ideológica contemporánea; la solidaridad que construyó el movimiento obrero de entonces y el individualismo actual, producto de las privaciones y de la competencia del mercado; la pasión por la política de los trabajadores que se reunieron en Londres en 1864 y la resignación y la apatía que hoy prevalecen.
No obstante, en una época en la que el mundo del trabajo se ve obligado a soportar condiciones de explotación similares a las del siglo XIX, el proyecto de la Internacional recobra ahora una importancia extraordinaria. Detrás de cada injusticia social, en cada lugar donde se pisotean los derechos de las trabajadoras y los trabajadores, germina la semilla de la nueva Internacional.
La barbarie del «orden mundial» actual, los desastres ecológicos producidos por el modo de producción vigente, la brecha inaceptable entre la riqueza de una minoría de explotadores y el estado de indigencia en el que están sumidos cada vez más amplios sectores de la población, la opresión de género, los nuevos vientos de guerra, el racismo y el chovinismo exigen al movimiento obrero que se reorganice con urgencia a partir de dos características de la Internacional: la versatilidad de su estructura y el radicalismo de los objetivos a alcanzar. Las metas de la organización nacida en Londres, hace más de 150 años, son hoy más actuales que nunca. Para estar a la altura de los desafíos del presente, sin embargo, la nueva internacional no podrá prescindir de dos requisitos fundamentales: ser plural y anticapitalista.*
Fuente: Jacobin