TRUMP AGRAVA EL ATOLLADERO ESTADOUNIDENESE
>Claudio
Katz
Transcurrido
más de un año de gestión Trump no logra encaminar su gobierno. Sus
exabruptos y contramarchas son tan impactantes como el caótico
manejo de su gabinete. Los desplantes, provocaciones e insultos han
afianzado la imagen de un hombre descontrolado e irracional.
Pero
el magnate tiene objetivos muy precisos. Toda su estrategia apunta a
utilizar la supremacía geopolítica y militar de Estados Unidos para
revertir el declive económico de la primera potencia. Esa
recomposición exige una dura pulseada con rivales y aliados de larga
data. La batalla se desenvuelve en la arena comercial pero genera
grandes peligros en todos los terrenos.
REVERTIR
EL DESBALANCE COMERCIAL
En
las últimas décadas Estados Unidos fue el principal impulsor de la
mundialización neoliberal y obtuvo grandes beneficios de esa
transformación capitalista. Pero las nuevas reglas de la acumulación
global no contuvieron su pérdida de posiciones económicas. Ese
debilitamiento se refleja en el sostenido endeudamiento externo y en
el gigantesco déficit comercial.
Trump
busca reducir drásticamente ese desbalance de intercambios con
China, Alemania, Japón, México y Canadá. Para lograr mayor
equilibrio exige la restauración de la negociación bilateral.
Pretende priorizar las leyes nacionales y atenuar el peso de los
arbitrajes internacionales.
Como
las reglas de la OMC obstruyen esas tratativas directas, Trump
sabotea el organismo y desconoce su facultad para zanjar
controversias. El sentido de su principal lema (America first) es
colocar a Estados Unidas en el centro de negociaciones con cada país.
Con
esa estrategia busca reforzar la preponderancia de Wall Street. Ya
amplió la desregulación financiera y dispuso nuevos privilegios
impositivos para los bancos. Trabaja además para el lobby petrolero
eliminando restricciones a la contaminación. En medio de grandes
huracanes y sequías esgrime un descarado negacionismo climático.
Su
ofensiva favorece también a las firmas de alta tecnología. Trump
sabe que Estados Unidos no puede recuperar el empleo industrial
perdido, pero intenta relocalizar las actividades automatizadas que
utilizan mano de obra calificada. Por eso reclama una mayor apertura
a sus rivales en los sectores de alta competitividad yanqui.
El
potentado apunta especialmente al sector de los servicios. En esa
actividad Estados Unidos mantiene un importante superávit que
compensa el monumental desequilibrio en el comercio de bienes.
Las
ventajas en los servicios obedecen al surgimiento de una economía
digital liderada por compañías norteamericanas. La nueva fase de la
revolución informática se asienta en la expansión de mecanismos
que aceleran la transnacionalización de ese sector. Internet es el
epicentro de un sistema de plataformas que generan y recolectan
enormes volúmenes de datos.
El
50% de la población mundial ya está conectada y el flujo
transfronterizo de información creció 45 veces desde el 2005. El
manejo de ese insumo clave (big data) permite diseñar perfiles
detallados de los individuos, que las empresas venden para
personalizar la publicidad. Las grandes corporaciones digitales se
han consolidado utilizando la masa de usuarios reclutados en la fase
previa. También aprovechan la tendencia a permanecer en el ámbito
donde cada uno se encuentra conectado.
Estados
Unidos controla ese dispositivo. Cinco empresas de ese origen
(Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft) absorbieron el enorme
capital requerido para afianzar ese dominio. Las compañías
estadounidenses manejan los datos que luego empaquetan y venden.
Operan a escala internacional sin ninguna presencia física y ya
manejan gran parte de la publicidad.
Trump
pretende estabilizar ese liderazgo bloqueando cualquier protección
al flujo de datos. También se opone a la localización de los
servidores fuera del territorio norteamericano y al consiguiente
desarrollo de capacidades locales en otros países.
Esa
supremacía es indispensable para comandar la próxima fase del
desarrollo informático basada en la robótica, la inteligencia
artificial, el aprendizaje automático y las nuevas formas de
almacenamiento de la energía. Ese futuro se dirime en las
negociaciones sobre el comercio electrónico que prioriza Trump.
El
potentado disputa en múltiples terrenos y con incontables países,
pero jerarquiza la confrontación con China. Quiere frenar a toda
costa la expansión de un gigante que compite por la primacía
económica global. Trump exige la apertura de la economía oriental
en las áreas más favorables a la penetración yanqui
(telecomunicaciones, energía, finanzas).
Con
los adversarios alemanes discute una agenda semejante, pero con menor
agresividad y apostando a la sumisión del estrecho aliado de
posguerra. La negociación con los subordinados del imperio (Japón,
Canadá) es más amistosa pero igualmente intensa.
DILEMAS
DE LA INTERVENCIÓN
El
principal instrumento de la estrategia económica de Trump es el
poder imperial norteamericano. Afronta dos posibilidades para el uso
de esa fuerza.
La
primera es restaurar el unilateralismo bélico. Cuando proclama que
su país debe alistarse para “ganar guerras” parece retomar ese
modelo. Insinúa grandes operaciones, que sintonizan con el clima
creado por sus diatribas contra el terrorismo y los inmigrantes.
Reagan
y Bush son los antecesores de esa estrategia. En los 80 el actor
devenido en presidente recurrió a un gran despliegue de misiles para
doblegar a la URSS. Bush propició varias intervenciones para
recomponer la hegemonía de la primera potencia. Aún se desconoce si
Trump retomará esa senda. No es lo mismo el cacareo cotidiano a
través de twittes que los operativos reales de acción militar.
Una
escalada de ese tipo convergería con los intereses del Pentágono
que ya logró un significativo aumento del presupuesto. Entre 2001 y
2011 el incremento del gasto militar permitió cuadruplicar las
ganancias de los fabricantes de cadáveres. El viejo complejo
industrial militar ha integrado al pujante sector informático y esa
articulación requiere desenlaces bélicos para destruir capital
sobrante. Las guerras constituyen, además, el típico recurso de los
mandatarios yanquis para tapar escándalos políticos y desviar la
atención de la población.
La
segunda posibilidad de Trump es reconocer el declive de la capacidad
norteamericana para consumar grandes aventuras bélicas. Si predomina
esa evaluación, sólo gestionaría incursiones protagonizadas por
sus socios o vasallos. Esas guerras por delegación se desarrollarían
con asesoramiento del Pentágono pero sin la intervención directa de
los marines.
¿Cuál
de las dos opciones ha priorizado hasta ahora el millonario? Sin
descartar la primera alternativa jerarquiza la segunda, en el
escenario clave de Medio Oriente.
Luego
de retomar los bombardeos en Siria Trump eludió la presencia de
tropas, en un país ocupado por múltiples ejércitos. Llegó a un
acuerdo con Putin para congelar el conflicto en un status de baja
intensidad, con división de zonas bajo la protección de cada
contendiente. Incluso aceptó la continuidad de Assad, diluyendo la
programada contraofensiva de los mercenarios que financia el
Departamento de Estado.
Estados
Unidos bombardea ocasionalmente el demolido país en una guerra que
no concluye. La derrota del Ejército Islámico confirmó la
tradicional debilidad de un salvajismo rudimentario frente a la
barbarie de los más poderosos. Otras variantes de la oposición al
gobierno de Assad fueron pulverizadas y Siria se convirtió en una
simple pieza de las disputas geopolíticas internacionales. Cada
potencia hace su juego con la tragedia ocasionada a millones de
individuos.
Turquía
está lanzada a desmantelar las regiones kurdas que conquistaron
autonomía y Rusia afianza su presencia militar. ¿Recurrirá Trump a
un despliegue de tropas equivalente al exhibido por Putin? Hasta
ahora no implementó ningún paso en esa dirección. Apuesta a la
intervención de sus dos principales socios.
Por
un lado dispuso el reconocimiento de Jerusalén como capital de
Israel, para enviar un contundente mensaje de sostén a cualquier
agresión sionista. Netanyahu celebra la sangría de Siria, pero no
ha renunciado a la balcanización de su principal rival fronterizo.
El plan de segmentar a Siria en tres mini-estados (kurdo, sunita y
alauita) explica la
continuidad del martirio impuesto a la población.
Trump
también avala la nueva conducción belicista de la monarquía
saudita. Los jeques multiplican las masacres en Yemen e incursionan
en el Líbano para compensar sus fracasos en Siria. Apuntalan una
alianza militar con Egipto para desbaratar la estrategia conciliadora
que impulsan Qatar y Turquía. Pretenden bloquear los acuerdos
energéticos con Rusia y sabotean la estabilización de una zona de
comercio fluido con China.
El
magnate prioriza la vieja asociación de petróleo y armas que
Estados Unidos mantiene con Arabia Saudita. Esa conexión permite
sostener al dólar como moneda internacional, frente a los intentos
de sustituir ese signo por una canasta de divisas que incluya al
yuan. Los sauditas realizan, además, compras multimillonarias de
armas e invierten en la infraestructura estadounidense.
En
las principales alternativas de Medio Oriente Trump delega la acción
militar en sus aliados. Busca recuperar terreno con la agresividad de
sus apéndices, sin comprometer directamente al Pentágono.
DISYUNTIVAS
SIMILARES EN OTRAS REGIONES
Los
mismos dilemas afronta el millonario en otros focos de tensión
internacional. Frente a Corea del Norte ha subido el tono de las
agresiones verbales manteniendo la prudencia militar. Su amenaza de
arrasar el país es coherente con la masacre perpetrada por los
yanquis en los años 50. Convalidaron la división del territorio y
obstruyeron todas las negociaciones de paz. Trump utiliza un lenguaje
virulento con fórmulas primitivas, sin recurrir siquiera al disfraz
de la intervención humanitaria.
Su
inagotable palabrerío oculta que los misiles probados por Corea son
los mismos que ensayaron India y Francia. Diaboliza al país que
vulneró un principio básico de la hipocresía nuclear: otorgar el
derecho a destruir a ciertas naciones y condenar a otras a ser
destruidas.
Trump
sabe que las opciones militares son limitadas, en la medida que
Pongyang pueda convertir a Seúl o a Tokio en cenizas. Su tenencia de
bombas nucleares tiene efectos disuasivos y le impide a Washington
repetir las masacres de Irak o Libia.
Para
lidiar con el pequeño país Trump militariza la zona, acelera el
rearme de Japón y aumenta la presión sobre China. Con esa variedad
de acosos busca quebrantar a un régimen aislado. Pero no ha logrado
vencer las reticencias del gobierno surcoreano a la instalación de
otro arsenal nuclear. El régimen de Kim sigue probando misiles y ya
estaría próximo a lograr el status de potencia nuclear. Como ha
fracasado la neutralización negociada Trump debe definir sus
próximos pasos.
En
un tercer terreno de conflictos localizados en Europa, el millonario
actúa con menor agresividad que Obama. Ha disminuido la presión
sobre Ucrania y evita provocaciones en el manejo de los misiles que
rodean a Rusia. Su estrategia apunta a reducir la presencia de tropas
estadounidenses en el Viejo Continente, para involucrar a Alemania en
un mayor financiamiento de la OTAN. Exige un drástico aumento del
gasto militar por parte de la Unión Europea.
El
espionaje yanqui suele utilizar también los atentados yihadistas
para conseguir las metas de la Casa Blanca. Una parte de esos grupos
es manipulada directamente por sus creadores del Departamento de
Estado. Por eso los fundamentalistas se trasladan de un lugar a otro
sembrando el terror, bajo la sospechosa inacción de los servicios de
inteligencia. Su comportamiento bestial sirvió para demoler varios
países (Irak, Libia, Siria) y actualmente facilita la militarización
de las relaciones internacionales. Este clima contribuye a imponer la
subordinación de Europa y el debilitamiento del competidor alemán.
En
otro lugar clave de la batalla geopolítica -Afganistán- Trump avala
una presencia más directa del Pentágono. Confirmó esa política
con la mega-bomba que lanzó para impresionar a toda la región. Con
esa pedagogía del terror reforzó la presencia militar en una zona
de estratégico entrecruzamiento fronterizo (China, Irán, India, ex
repúblicas soviéticas).
Pero
repite el mismo alarde de poderío que desplegaron otros presidentes
demócratas y republicanos sin revertir su fracaso. No logra
resultados con la privatización de tropas financiadas con el saqueo
de los recursos naturales.
Todo
indica que la prueba de fuego para el guerrero yanqui se desenvolverá
en Irán. Trump busca anular el acuerdo de control nuclear suscripto
por Obama y no tolera la existencia de un estado independiente de la
envergadura persa. Los Ayatollahs no encarnan un proyecto
antiimperialista, pero manejan un nivel de riquezas y poderío que
rompe la balanza de poder regional. El desbocado presidente no acepta
un desafiante de ese porte.
Desde
hace tiempo Israel propicia atentados directos contra los
laboratorios de investigación atómica. Los sauditas suscriben ese
plan para disputar el liderazgo subimperial en la región.
El
reingreso de un pelotón de cavernícolas al gabinete del millonario
(Bolton, Pompeo, Haspel) sintoniza con estas tendencias guerreras.
Pero la confrontación con Irán es una decisión muy seria.
Acentuaría el distanciamiento con miembros de la OTAN (como Turquía)
y chocaría con la resistencia de Alemania y Francia, que preparan
grandes negocios con Teherán.
El
uso de las tensiones bélicas para reconstruir el poder económico
estadounidense es una jugada riesgosa. Hasta ahora Trump sólo
propaga amenazas (Irán), autoriza acciones indirectas (Siria), rodea
a sus enemigos (Corea), encubre repliegues (Europa Oriental) y recrea
fracasos (Afganistán). La consistencia de su proyecto es una gran
incógnita.
FRUSTRACIONES
EXTERNAS
Trump
no ha logrado en su primer año ninguna concesión económica
significativa de China o Alemania. El gigante asiático muestra poca
disposición a negociar bajo chantaje. Ha respondido con la bandera
de Davos, exhibe fidelidad al libre-comercio y busca atraer a las
empresas transnacionales enemistadas con el millonario.
Esa
postura coincide con una gran aceleración del salto hacia el
capitalismo pleno en China. Hay nuevas privatizaciones de empresas
estatales y se prepara un cambio de normas bancarias para derivar la
fijación de la tasa de interés al mercado.
El
gigante oriental sigue creciendo con nuevos emprendimientos globales,
como el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura que ya suma
a 84 países. La Ruta de Seda en gestación y un próximo mercado de
petróleo a futuro en Shangái, incrementan la presión para
convertir al yuan en moneda mundial. También el comercio con África
y América Latina supera cualquier volumen precedente.
China
no se amolda a las exigencias de Trump. El presidente Xi se afianzó
mediante un equilibrio entre la crema del poder (“los príncipes”)
y las burocracias regionales. Ahora se planta como un duro
interlocutor de Washington.
En
la gira por China Trump redujo el tono de su agresividad. Pero
posteriormente retomó la ofensiva, con el contundente anuncio de
aranceles a 1300 productos de origen asiático. Con esa decisión
explicitó quién es su principal enemigo económico y con qué
intensidad buscará forzar el pago de patentes.
Las
acciones contra China contienen un mensaje estratégico. No son
simples medidas proteccionistas, que Trump anuncia y revierte en
función de lo negociado con cada país. Difieren del variable manejo
ensayado con el acero. El adversario oriental intenta evitar el
choque frontal, pero nadie sabe cómo termina una escalada comercial
descontrolada.
Trump
afronta problemas del mismo tipo con su segundo rival de peso. La
resistencia de Alemania ha sorprendido al mandatario yanqui. Merkel
intenta sumar a Macron a un eje de rechazo a las exigencias
estadounidenses. Realizó varias giras por el mundo para ensayar
políticas autónomas y sugirió la conveniencia de un alineamiento
militar con Francia. Esa reacción ha creado una severa crisis en la
relación transatlántica.
La
líder germana ha perdido la fortaleza electoral del pasado. La
economía no es tan próspera como parecía y la insatisfacción con
la precarización laboral genera el descontento que expresan las
urnas. Pero como ese malestar es capitalizado por la derecha, la
disputa con el magnate estadounidense se acentúa.
Mientras
las relaciones entre ambos países se enfrían, el Bundesbank decidió
incluir al yuan en sus reservas en desmedro del dólar, para enviar
un mensaje de disgusto a la Reserva Federal. En la pulseada con
Alemania y China se juega la reducción del déficit comercial que
Trump no logra achicar.
SIN
SOCIOS A LA VISTA
Trump
necesita alguna sociedad con países para implementar su estrategia.
Por eso intentó un acuerdo inicial con Rusia. Buscó esa alianza
para contrapesar la incontable variedad de flancos que abre a escala
internacional. Pero desde hace mucho tiempo Moscú es el principal
adversario geopolítico de Washington y el grueso del establishment
norteamericano se opone a cualquier pacto.
Esa
animadversión desbarató todas las sugerencias de aproximación con
Putin. El complejo militar vetó el acercamiento y el partido
Demócrata (junto a la prensa hegemónica) esgrimieron una dudosa
operación de espionaje (Rusiagate), para obstruir cualquier
convergencia con el aliado ambicionado por Trump. Las virulentas
presiones anti-rusas de Washington han escalado hasta forzar la
expulsión de diplomáticos, como corolario del escándalo por
espionaje que estalló en Inglaterra.
Por
su parte la dirigencia rusa consumó exitosas jugadas en Siria y
Crimea y desconfía del pérfido funcionariado norteamericano. Sabe
que Estados Unidos nunca ofrece retribuciones significativas a cambio
de la simple subordinación. Con una política exterior agresiva y
fuertes apelaciones al ideario imperial, Putin ha consolidado un
sostén electoral que lo aleja de la asociación imaginada por Trump.
Inglaterra
es el otro candidato a converger con la política diseñada en la
Casa Blanca. Trump ofrece a los conservadores británicos un gran
respaldo para confrontar con Alemania, en la dura negociación por la
salida de la Unión Europea.
El
Brexit tiene parentescos con la estrategia de Trump y puede ser visto
como una versión reducida del mismo proyecto. Alienta la
recuperación de posiciones económicas británicas a través de
fuertes restricciones a la inmigración, mayor diversificación del
comercio y creciente desregulación financiera.
Inglaterra
ha perdido posiciones y pretende retener el máximo acceso al mercado
unificado de la Unión Europea. Pero intenta eludir el arancel
aduanero común de esa entidad. Busca libertad para concertar
acuerdos comerciales con otros países y manejar en forma autónoma
su política inmigratoria.
Es
lo mismo que plantea Trump a una escala inferior. Mantener al país
dentro de la globalización, pero con estrategias comerciales propias
y una gestión unilateral de la fuerza de trabajo. Con esa modalidad
del England First se intenta mejorar la performance de una vieja
potencia en la internacionalización europea.
Pero
con la economía estancada y la productividad en retroceso, los
británicos tienen poco espacio para desenvolver con éxito esa
operación. No cuentan con las espaldas de Estados Unidos para
encarar una apuesta tan riesgosa. Por eso la salida rápida de la UE
(hard Brexit) quedó frenada, en un contexto de gran división en las
clases dominantes. Mientras se desenvuelven las tratativas, los
bancos y las automotrices no saben a qué atenerse.
Alemania
no acepta la simple revisión de los acuerdos comerciales, ni el
olvido de los millonarios compromisos presupuestarios que asumió
Inglaterra al incorporarse a la Unión. Tampoco hay nítidas
resoluciones para el estatus de los tres millones de europeos que
viven en Gran Bretaña y los dos millones de ingleses afincados en
Europa.
La
restitución de potestades legales de Europa a Gran Bretaña se ha
complicado y el mantenimiento de una frontera abierta de Irlanda del
Norte con el Sur (que permanece en la Unión) introduce conflictos
adicionales. La propia existencia del Reino Unido está en juego, si
Escocia decide celebrar un nuevo referéndum para reconsiderar su
asociación de tres siglos con Inglaterra.
Trump
tampoco logra consolidar una sociedad con la derecha europea
continental. El electorado de esa región busca a ciegas caminos para
oponerse al neoliberalismo de los partidos tradicionales y ha
facilitado la expansión de organizaciones muy reaccionarias.
Pero
esas formaciones afrontan un techo cuando se avizora su llegada al
gobierno y sus proyectos son frecuentemente absorbidos por la derecha
convencional. La irrupción de pequeños Trumps en múltiples puntos
de Europa, no implica la automática concertación de alianzas con el
inventor estadounidense de la fórmula.
LA
CRISIS INTERNA
Ningún
obstáculo externo se equipara con la oposición que afronta el
millonario dentro de su país. Desenvuelve un mandato signado por
tormentosos conflictos. No consigue el sostén estable del Congreso
para sus principales proyectos y forzó la renuncia de 25
funcionarios de alto rango. Esa rotación equivale al doble de lo
registrado durante Reagan y al triple de lo observado con Obama.
Varios
jueces le impusieron, además, fuertes vetos a sus decretos de visado
anti-musulmán y el intento de expulsar a los inmigrantes llegados en
la infancia (dreamers) está cuestionado. No logró tampoco aumentar
las deportaciones, que en el 2017 fueron inferiores al año
precedente. Despliega grandes anuncios del muro fronterizo con
México, pero no obtiene los fondos de los legisladores para
construirlo.
La
improvisación y los fracasos son datos repetidos de su gestión y
los escándalos por corrupción afectan a sus allegados y familiares.
En los primeros meses el establishment le impuso una seria
depuración. Debió eyectar a su principal hombre de confianza
(Bannon), a su estratega militar (Flynn) y tuvo que incorporar a dos
generales del Pentágono (Mattis, McMaster) y varios hombres de la
elite empresarial (Tillerson, Perry).
Pero
posteriormente impuso un giro inverso. Desplazó a los exponentes de
Washington (Tillerson, Cahn), reafirmó a sus fieles (Navarro, Ross),
introdujo nuevos trogloditas (Bulton) y ascendió a gente de su mismo
palo (Pompeo, Haspel).
Con
esa restauración de allegados volvió al punto de partida y a la
consiguiente intención de forjar una presidencia bonapartista, para
disciplinar a los principales grupos de poder.
La pulseada con el
establishment permanece irresuelta y sólo quedaría zanjada en las
elecciones de medio término.
Trump
reafirma su xenofobia para conservar el apoyo de los sectores
empobrecidos. Logró ese sustento propiciando límites a la movilidad
de la fuerza de trabajo, con la intención de actualizar la vieja
segmentación de los asalariados estadounidenses. Mediante una
descarnada confrontación con la gran prensa pretende mantener la
fidelidad de sus bases de la “América Profunda”. Pero recurre a
manipulaciones aberrantes del electorado, mediante invasiones a la
privacidad que ya destaparon las investigaciones de Cambridge
Analytica-Facebook.
El
magnate usufructúa del rechazo al centralismo de Washington y
fomenta un nacionalismo primitivo profundamente arraigado. Busca
canalizar esas tradiciones hacia proyectos regresivos de liquidación
del Obamacare y mayor debilitamiento de las organizaciones gremiales.
Apuntala la ofensiva legislativa para pulverizar los derechos de
sindicalización y quebrar las protestas de los docentes y empleados
públicos. Actúa en un contexto de gran declive de las huelgas
tradicionales.
Pero
no logra doblegar otras resistencias democráticas asociadas por
ejemplo con el movimiento feminista. Tampoco disuade la lucha de los
afroamericanos, que encabezaron el repudio a su complicidad con los
asesinatos racistas del sur. Otro flanco de batalla despunta entre
los jóvenes que se movilizaron para exigir la prohibición (o
regulación) del uso de armas, luego de las terribles masacres de Las
Vegas y Florida.
Esos
asesinatos volvieron a conmocionar a una sociedad acosada por la
irrestricta circulación de 300 millones de pistolas y fusiles de
variado calibre. Ese arsenal es comercializado a través de un
lucrativo mercado de la muerte. Trump es un representante directo de
la Asociación Nacional del Rifle y los asesinatos están a tono con
sus discursos. Sintonizan con la brutalidad de un mensaje que
enaltece la guerra. Mientras despotrica contra el peligro islámico,
el magnate protege descaradamente a los terroristas internos de la
ultra-derecha.
En
el colmo de ese salvajismo, Trump propuso armar a los maestros para
convertir a los colegios públicos en campos de batalla. La
indignación masiva del estudiantado y las marchas del nuevo
“movimiento por nuestras vidas” pueden sepultar ese delirio.
NUEVO
ESCENARIO ECONÓMICO
El
contexto productivo de la gestión de Trump es muy distinto al
prevaleciente en la era Bush u Obama. El legado de desplome
financiero del 2008 ha sido sustituido por una moderada recuperación
de la economía.
A
diez años de la gran recesión se observa el mismo repunte en todos
los países desarrollados. Los efectos el socorro estatal ya no
influyen sólo sobre el sector bancario. Impactan sobre el nivel
general de actividad. También el comercio global se recupera y la
tracción de China impulsa incontables negocios internacionales.
Existen
opiniones divididas sobre la consistencia de esta recuperación.
Algunos autores estiman que el rebote sólo encubre la explosividad
financiera subyacente. Consideran que las entidades privadas no están
saneadas y que los Bancos Centrales cargan con inmanejables activos
tóxicos. Resaltan la peligrosidad del boom artificial de Wall
Street, que multiplicó por cuatro sus cotizaciones desde el 2009.
Pero
otros analistas estiman que la recuperación tiene cimientos reales.
Subrayan que por esa razón la FED ha puesto fin al rescate monetario
(“Quantitative Easing”), adquiere bonos en lugar de emitirlos y
está embarcada en una paulatina elevación de la tasa de interés.
La
economía estadounidense es el principal escenario de este giro.
Trump estimula la renovada avidez por el beneficio, promoviendo los
cambios legislativos que reclama el gran capital. Su reforma
tributaria ya redujo significativamente el pago de impuestos a las
corporaciones.
No
sólo en ese terreno repite la política de Reagan. También retoma
la estrategia monetaria y cambiaria de su antecesor para absorber
capital foráneo. Intenta conciliar las tasas de interés elevadas
con un dólar fuerte y al mismo tiempo competitivo. El endeudamiento
y las burbujas que generan esas políticas son conocidos. Pero
mientras florecen las ganancias toda la burguesía bendice al
magnate.
Este
nuevo contexto se refleja en los organismos internacionales. Durante
los años de mayor crisis la OMC y el G 20 apuntalaban el salvataje
coordinado de los bancos. En el respiro actual reaparecen las
disputas comerciales expresadas en los desplantes de Trump. Como
desapareció el temor a un gran desplome de los bancos resurgen los
choques entre competidores.
Estados
Unidos ya no aspira a lograr el rescate chino de sus finanzas.
Pretende recuperar los negocios perdidos y frenar la expansión de su
rival. A una escala inferior estas mismas tensiones se verifican con
Europa.
El
discurso proteccionista del ocupante de la Casa Blanca se amolda a
esta situación. En lugar de propiciar la regresión a los bloques
aduaneros de los años 30, aprovecha la coyuntura de crecimiento para
apuntalar la competitividad yanqui.
Trump
no quiere, ni puede revertir el cambio estructural introducido por la
preeminencia de las empresas transnacionales. Ese proceso de
internacionalización se afianzó al cabo de tres décadas de grandes
inversiones extranjeras y crecimiento del comercio por encima de la
producción.
Su
estratégica apuesta al capitalismo digital requiere más
globalización. Sería totalmente inaplicable en un contexto de
generalizado cierre de fronteras. Las pulseadas aduaneras que retoma
no son novedosas. Entre 2009 y 2017 se registraron 1643 acciones
proteccionistas contra 622 liberalizadoras entre los miembros del G
20. La belicosidad comercial tampoco impidió la reciente suscripción
del tratado de libre comercio entre Canadá y la Unión Europea.
Las
principales tendencias de la globalización productiva persisten más
allá de la coyuntura. Las empresas transnacionales y sus cadenas de
valor se expanden al mismo ritmo que el desplazamiento de la
industria a Oriente. Ese curso refuerza el deterioro salarial, la
precarización laboral, el desempleo y la desigualdad social.
Trump
no tiene ninguna receta para evitar las enormes convulsiones -que
cada quinquenio o decenio- conmocionan a la economía mundial. Al
contrario, acrecienta los excedentes invendibles, la sobreinversión
y la especulación financiera, que saldrán a la superficie en el
próximo estallido. Como típico exponente del capitalismo actual
erosiona los diques que morigeran los desajustes del sistema.
EROSIÓN
DEL PODER ESTADOUNIDENSE
Trump
es frecuentemente presentado como un demente sin brújula que actúa
en forma imprevisible. Esa impresión suele oscurecer el sentido
principal de su presidencia, que es recuperar posiciones económicas
con la amenaza de la guerra. El magnate no actúa sólo, ni al
servicio de una minúscula elite. Representa a los grandes
capitalistas norteamericanos. Es importante registrar esa lógica de
su acción para evitar interpretaciones superficiales de su mandato.
Estados
Unidos fue un nítido ganador del primer período de la
mundialización neoliberal y cumplió un papel económico clave en el
despegue de ese proceso. Aportó el enlace estatal requerido para
gestar la acumulación a escala mundial. Las instituciones de
Washington internacionalizaron los instrumentos financieros y
apuntalaron la globalización productiva.
La
regulación bancaria de la FED, la operatoria del dólar como moneda
mundial, la reorganización de los presupuestos estatales bajo la
auditoría del FMI y las reglas bursátiles de Wall Street afianzaron
la mundialización. Esa gravitación volvió a notarse en el
desenlace de la convulsión del 2008.
Pero
esta nueva etapa del capitalismo no revirtió la pérdida de
supremacía norteamericana. Estados Unidos conserva los principales
bancos y empresas transnacionales y encabeza, además, la
introducción de nuevas tecnologías. Pero ha resignado posiciones
claves en la producción y el comercio. Su impulso de la
mundialización neoliberal terminó favoreciendo a China, que se
convirtió en un inesperado competidor global. Trump intenta
modificar ese resultado atemorizando a sus contrincantes.
Pero
su capacidad real para ejercer esa presión es una incógnita. Aunque
Estados Unidos prevalece en el terreno militar (y carece de
reemplazantes para la custodia del orden capitalista) su hegemonía
ha perdido la contundencia del pasado. Por eso sus líderes fallan en
todos los operativos para retomar supremacía.
El
balance de las últimas décadas es concluyente. El cambio de régimen
en Irak reforzó a Irán y no redujo la autonomía de Turquía. La
incursión en Ucrania para debilitar a Rusia tuvo el efecto opuesto.
El despegue de China y el acceso de Corea del Norte a las armas
nucleares no fueron contenidos.
El
Pentágono esparció además el caos en Libia, Sudán, Somalia y
Afganistán, sin apuntalar la dominación estadounidense. Los
ganadores de la pulseada en Siria son Rusia e Irán. Cada una de esas
intervenciones consumió millones de dólares y decenas de bajas.
Como
esas destructivas acciones desmoralizaron también a los pueblos, el
imperialismo norteamericano no ha sufrido derrotas comparables a
Vietnam. Pero ha fracasado en el logro de sus objetivos.
La
acumulación de fallidos ha modificado las relaciones de Estados
Unidos con sus socios. La tradicional subordinación ha mutado hacia
entrelazamientos más complejos. Las potencias europeas y asiáticas
ya no aceptan con la vieja sumisión a Washington.
Desenvuelven
estrategias propias y explicitan sus conflictos con el gigante
norteamericano. Ningún aliado cuestiona la supremacía del
Pentágono, ni pretende gestar un poder bélico contrapuesto. Pero se
diluyó el vasallaje de la segunda mitad del siglo XX.
Habrá
que ver si en el futuro el liderazgo yanqui desaparece, resurge o se
disuelve paulatinamente. Hasta ahora ninguna acción e Trump ha
contenido el declive.
BIBLIOGRAFIA
-Achcar,
Gilbert (2017) El imperio y Oriente Medio en la era de Trump.
www.rebelion.org/noticia.php?id=235855, 28-12.
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