Más allá de la conmoción: reflexionar, aprender, combatir

Ariel Petruccelli

El aplastante triunfo de Javier Milei en el balotaje argentino (más de diez puntos por encima de Sergio Massa) ha sorprendido al mundo y ha dejado en absoluto desconcierto y desconsuelo a amplios sectores sociales que podemos identificar –tal vez algo genéricamente- con el «progresismo». La izquierda roja con la cual me identifico, sin embargo, no tiene motivo alguno para solazarse: ha permanecido electoralmente estancada en medio de una crisis económica, social y política fenomenal.

Los libertarianos pasaron de menos del 2% de los votos en las elecciones presidenciales de 2019 (cuando su candidato era Espert) y menos del 6% en las legislativas de 2021, a tener un 30 por ciento de votos propios en 2023, convertirse en la primera fuerza en las PASO, ganarle el segundo lugar a Juntos por el Cambio (JxC) en la primera vuelta y arrasar con casi el 56% de los votos en el balotaje. No lo he investigado, pero no sé si existe algún precedente histórico de un crecimiento tan explosivamente espectacular y que desemboque en el acceso al poder. Un cambio tan repentino, sin embargo, hace que el mismo sea endeble. Un electorado tan volátil puede dar la espalda a la primera decepción. En medio de una situación económica y social tan crítica, el nuevo gobierno podría estabilizarse o implosionar con muy poca cosa. ¿Será Milei como Menem y logrará cierta estabilización luego de una crisis inflacionaria? ¿O será más bien como De la Rúa y la bomba activada en los años previos le estallará en las manos? El panorama es incierto y puede que lo suyo se parezca incluso a las gestiones bastante anodinas que caracterizaron a varios gobiernos de la supuesta ultraderecha en otros países durante los últimos años, derrotados sin más trámites en las elecciones siguientes.

Pero lo primero –en orden de importancia– es explicar el avance arrollador de Milei.

Hay que comenzar por las condiciones de posibilidad más generales, lo cual nos conduce a apuntar algo desagradable, pero esencial. En muchos sectores progresistas y de izquierda existió durante años –y continúa existiendo en la actualidad– una imagen completamente distorsionada: se trata de lo que se concibe como “crisis del neoliberalismo”. En realidad, lo que hay son distinto tipos de crisis en el capitalismo, pero que se procesan invariablemente desde hace casi medio siglo dentro de los parámetros neoliberales. La insistencia en el neoliberalismo como fuente de todos los males sirve, como es obvio, para no hablar del capitalismo (la verdadera madre del borrego). Pero los presuntamente antineoliberales han sido neoliberales en una medida mucho mayor de la que piensan. El éxito de la «ideología» neoliberal hunde sus raíces en profundos procesos materiales, tan profundos que los supuestos gobiernos progresistas no lograron –y en muchos casos no querían– desmontar, porque para hacerlo había que afectar a los engranajes específicos del capitalismo que se fue desplegando desde la crisis de los setenta (podemos llamarlo neoliberal, si comprendemos que no es solo una política o una ideología, sino una estructura de relaciones de producción). Nos referimos a las tendencias hacia la globalización de la economía; la desregulación de los mercados financieros; la expansión del crédito y de las finanzas; la deslocalización de las empresas; el peso de la deuda pública; la expoliación social y ecológicamente desastrosa de recursos no renovables que se agotan; la precarización del empleo y la “flexibilización” laboral; la “terciarización” de actividades; el crecimiento del sector «servicios» de la economía; la mercantilización de todas y cada una de las actividades vitales; la cultura subsumida crecientemente a las lógicas mercantiles, convertida en nicho de acumulación capitalista; el desarrollo de subjetividades mercantilizadas, ensimismadas, fragmentarias, débiles y planamente emocionales (más allá de su ropajes filosóficos, el posmodernismo es precisamente eso); el desguace de los bienes y servicios públicos (o su paulatina, lenta, pero indetenible degradación); la desaparición del ideario socialista del imaginario popular… Todas estas tendencias continuaron –con pequeñas y parciales excepciones– durante los gobiernos “progresistas”. Cualquiera que compare la situación de la Argentina de 1950 con la de la actualidad o la de 2010 verá, si se quita las vendas ideológicas, cuán neoliberal es nuestra realidad contemporánea. Y verá lo inmensamente poderosa que es la influencia del capital en la vida no sólo política, sino incluso privada, de los trabajadores en el presente. Incomparablemente más poderosa que unas décadas atrás. Sin embargo, “progresistas” y “conservadores”, “populistas” y “antipopulistas”, “socialdemócratas” y “liberales”, todos se han confabulado para no hablar de capitalismo, de estructura de clases, de propiedad privada. A uno y otro lado del extremo centro político de nuestras democracias de baja intensidad, el eje del debate y de las propuestas es el estado. Aunque la vida de las personas está cada día más condicionada, influida e incluso modelada por las fuerzas del capital, sólo se habla del estado. A uno y otro lado del extremo centro, hay un acuerdo tácito: el capitalismo, la propiedad privada, la ganancia, la estructura de clases no se pueden ni siquiera discutir. Como mucho se puede erigir a un empresario particular en enemigo público, pero jamás colocar a las clases en el centro del análisis, ni mucho menos plantear que lo que sucede en la vida cotidiana tiene mucho más que ver con la estructura de las relaciones capitalistas de producción que con lo que hagan o no hagan los gobiernos. Así, en un significativo maridaje entre hermanos que se aborrecen, mientras los capitales privados se convierten crecientemente en una fuerza con una capacidad configuradora y reconfiguradora de la vida, el destino y la subjetividad de las personas como nunca antes, de ello es de lo que menos se habla. Todas las bondades y todos los males se atribuyen, con una simpleza apabullante, a lo que haga el estado y el gobierno, para bien o para mal. Unos –los progres– se convirtieron en apologistas acríticos de un estado cada día más sometido a los vendavales del capitalismo globalizado al que, más allá de la retórica, van desmantelando, desguazando y degradando en cómodas cuotas, sin mucho entusiasmo pero sin pausa. Los otros –liberales y conservadores confesos- se amparan en la “ineficiencia” y la mala calidad de los servicios públicos para preconizar una privatización acelerada. Unos son neoliberales hipócritas, culposos, capaces honestamente de autopercibirse como antineoliberales. Los otros son neoliberales cínicos, entusiastas, convencidos. Unos dicen defender lo público mientras son incapaces de detener la privatización de la vida y van derruyendo los servicios estatales que dicen amar (convertidos muchas veces en una especie de botín clientelar), en una lenta pero perdurable espiral descendente. La educación y la salud públicas, que en Argentina fueron durante décadas motivo de orgullo, hoy se hallan desfiguradas y degradadas hasta lo indecible. Y es dicha degradación –esto resulta historia conocida– la que hace creíbles ante la ciudadanía los discursos abiertamente privatizadores: sucedió en los noventa, vuelve a suceder ahora.

El punto es que, en el capitalismo actual, el estado puede hacer poco para mejorar la vida de las personas, y será menos lo que pueda hacer en el futuro, con la crisis ecológica y la escasez de recursos energéticos en marcha. Habrá situaciones mejores o peores: nada nunca es lineal. Pero no nos engañemos. La curva es hacia un mayor empobrecimiento de las mayorías, una mayor precarización de la clase trabajadora y una mayor desigualdad social. Unos años de viento de cola aliviaron un poco la situación en Argentina entre 2003 y 2011, pero no revirtieron la tendencia mayor: trabajo precario, pobreza, desempleo, desigualdad. Si no se modifica la estructura de las relaciones de producción, si no abatimos al capitalismo, esta deriva será indetenible. Un estado que se limite a gestionar el capitalismo actual está condenado, a corto o a mediano plazo (los vaivenes de la economía mundial, incontrolables para cualquier gobierno, juegan su papel), a reforzar la precariedad, la mercantilización y la desigualdad. Y cuanto más se aleje la retórica estatal de la realidad cotidiana, más se fortalecerán las fuerzas que hoy son vistas como de ultraderecha, pero que en realidad son híper-neoliberales, antes que fascistas.

El capitalismo actual está en crisis, evidentemente. Se suceden periódicamente convulsiones financieras. El descontento con las condiciones de vida se generaliza. Aquí y allá hay estallidos sociales. Los EE.UU. viven una crisis de hegemonía, al tiempo que aparecen potencias emergentes, con China a la cabeza. Sin embargo, lo que no aparece son proyectos de sociedad alternativa. No hay horizonte utópico. Por eso crece la «ultraderecha», al calor del hartazgo, en buena medida como reacción ante los discursos progresistas que hablan de inclusión, igualdad, justicia y diversidad en medio de una sociedad que es cada día más excluyente, desigual, injusta y homogénea en su fragmentación identitaria. Se trata de una derecha que marcha en dirección de una mercantilización todavía mayor (acá se ve lo perverso de los discursos centrados en el estado, retóricas huecas que embellecen servicios públicos degradados por el burocratismo y la desinversión, declamaciones incapaces de cuestionar al mercado y al capital); y asentada en simplismos emocionales e individualistas típicos de la cultura posmoderna, semejantes a los que reproduce el progresismo con otro signo ideológico. Hay quienes ven con claridad meridiana la irracionalidad de los discursos de la derecha, pero son completamente incapaces de ver la irracionalidad de muchos de los discursos progresistas.

Sin embargo, a diferencia de las ultraderechas del pasado, la actual supuesta ultraderecha carece de un proyecto alternativo de sociedad al capitalismo liberal. Lo suyo es la farsa, no la tragedia. Trump, Bolsonaro, Meloni e incluso Orban y Putin son neoliberales autoritarios y conservadores, pero en modo algunos fascistas. Quizás con poco entusiasmo, respetan las formalidades democráticas: no han disuelto el parlamento ni prohibido los sindicatos. Tampoco se embarcan en experimentos corporativistas. Sus acciones de represión interna están dentro de los parámetros «democráticos», muy lejos del terrorismo de estado o del fascismo.[1] Y, por lo demás, su «destrucción» del estado es parsimoniosa, amén de que tienen interés en fortalecer algunos aspectos o sectores del mismo. Milei no propone otra cosa que un capitalismo liberal completamente desregulado y con un estado mínimo (minarquismo). En última instancia, no tiene un proyecto real de sociedad alternativa, ni siquiera cuando se lanza a imaginar una quimera «anarcocapitalista» de largo plazo. ¿Cabe esperar que avance en la senda neoliberal a una velocidad mayor de lo que se lo hizo en otros tiempos o lugares? Y si lo hiciera, ¿qué posibilidades hay de que no le estalle todo en la cara? Hay que poner en la balanza que Milei está lejos de tener mayoría y quórum propio en el Congreso. A priori, su gobierno sería el de mayor debilidad parlamentaria de arranque en toda la historia argentina contemporánea, incluso contando todas las bancas de sus aliados macribullrichistas (aunque nadie puede predecir con certeza qué pasará con el resto de los congresistas de JxC). Y no hay que olvidar que los diferentes gobiernos, en diferentes países y a lo largo de lustros, se han movido dentro de parámetros muy estrechos a uno y otro lado del extremo centro. A «derecha» y a «izquierda», los presuntos “extremistas” y “populistas” no han sido portadores de ningún proyecto social distinto al existente; ni siquiera de políticas claramente diferentes. Su extremismo o radicalismo ha sido mucho más verbal que material. Los gobiernos progres han sido una especie de farsa neoliberal no solo del comunismo histórico (con los que algunos coqueteaban simbólicamente), sino también de los reformismos burgueses del pasado, que sí se tomaron en serio la «heterodoxia económica» del keynesianismo. En el dominio ilimitado del capitalismo posmoderno, la realidad es una parodia: ¿cómo sorprendernos realmente de que gobiernen personajes como Trump, Bolsonaro, Biden, Boric o Milei?[2]

Lo recién reseñado tiene que ver con las condiciones de posibilidad, y sirve para colocar a Milei en un contexto que excede a la Argentina. Pero es necesario comprender su especificidad. La situación de crisis económica colosal que vive la Argentina es un elemento clave, desde luego. Hay mucha gente muy angustiada, desesperada literalmente porque haya un cambio. Carece de todo sentido la estigmatización a los votantes de Milei, que fue la primera reacción emocional entre algunos sectores de la «progresía». Más de 40 por ciento de pobreza y una inflación interanual por encima del 140% hacen casi imposible que un gobierno pueda mantenerse en el poder. Pero Milei se llevó puesta a la «oposición natural» de JxC. Y su éxito a la hora de capturar el descontento, contrasta nítidamente con la incapacidad de la izquierda para hacerlo. Parte de esto se explica porque su discurso fuertemente individualista encaja muy bien con las realidades de los trabajadores precarizados, los pequeños comerciantes, y más en general, con la lógica cultural posmoderna del capitalismo tardío y su insistencia en las percepciones personales y en la inmediatez. Aquí también la superficialidad que caracteriza por igual a las franjas conservadora y progresista del extremo centro facilitó que se vieran las pequeñas diferencias próximas, y no las abismales desigualdades a veces más lejanas: muchos votaron contra esos «privilegiados» empleados públicos, visiblemente partidarios de Massa. Colocar la mirada en lo aparente y no en lo determinante es, con todo, algo que comparten los dos cabos del extremo centro. Si los progres insisten en las desigualdades de género o en las desventajas de algunos colectivos, los conservadores reparan en los «privilegios» de los empleados públicos o en la corrupción. Ni unos ni otros miran al capitalismo ni a las grandes riquezas. Y, si miran, no ven ni actúan más que a favor del capital.

Sin embargo, hay que señalar que Milei supo explotar un discurso universalista que está en las antípodas de la fragmentación identitaria posmodernista. Su apología del liberalismo tuvo un claro componente universal (todos debemos y podemos ser liberales) y un marcado acento ideológico: mostró un horizonte distinto. Pudo hacerlo porque, como en el discurso público todos los males y todas las bondades se achacan con diferente signo –si se es conservador o progresista– pero con idéntica sustancia al estado, la apelación al mercado como fuente de cambio, oportunidades y renovación política estaba disponible. Milei propone más de lo mismo (más rápido y más fuerte, si es que puede), pero pudo presentarlo como novedoso porque la lógica mercantil se halla generalizada, sin críticas socialmente robustas, y porque la discusión política se limita estrechamente al estado. En vez de comprender que la situación material de la inmensa mayoría –y su actual degradación– dependen fundamentalmente del mercado, de los capitales y de su propia capacidad o incapacidad de organización y lucha colectivas, la gente piensa que la clave es el estado, e incluso el gobierno. En esto, conservadores y progresistas inculcan la misma ficción: unos queriendo un “Estado presente” que actúe paternalistamente; los otros, uno que deje hacer libremente al mercado con la ilusión de que así la riqueza será abundante y se derramará sin límites. Dos mitos simétricos en beneficio del capital.

Otro punto que Milei capitalizó fue su estilo histriónico, sus «malos modales». En efecto, sus rabietas y gritos resultaban atractivos para el numeroso segmento profundamente enojado de la ciudadanía. Cuando había que gritar, él gritó. Su discurso «anti-casta» es completamente fantasioso o mentiroso: pero en una situación de crisis aguda y hartazgo social, le rindió frutos. Y hay que reparar en que el ascenso de Milei tiene mucho que ver con la pandemia, con la “cuarentena eterna” que empobreció a millones y los desquició psicológicamente. En abril de 2020, algunos encuestadores comenzaron a detectar no sólo un profundo pesimismo respecto al futuro, sino un segmento de personas que no querían ni a Cristina Fernández, ni a Alberto Fernández, ni a Mauricio Macri ni a Rodríguez Larreta. Ese sector creció exponencialmente. Para agosto de 2020, superaba el 20%, rozando el 25% a fin de ese año. El núcleo principal de los votantes de Milei se encuentra allí. En las elecciones de 2021, recién lanzado y sin ninguna estructura nacional, pudo capturarlos a casi todos en CABA; no en el resto del país. Pero ese segmento rabioso contra todos ya estaba disponible. En buena medida, el ascenso del «loco» Milei es consecuencia de las desquiciadas medidas de encierro establecidas por el gobierno de Alberto Fernández, y secundadas por la oposición de Rodríguez Larreta. La profundización de la crisis económica y la aceleración inflacionaria hicieron el resto.

No hay que menospreciar la maestría de los libertarianos en el empleo de las redes sociales, la construcción de la «imagen» y la posibilidad de cifrar esperanzas en un líder carismático que se presenta casi como un mesías: en un mundo cada vez menos propenso a las actividades colectivas y políticas, en las que hay que poner el cuerpo, este fue un activo importante. Su éxito entre las jóvenes generaciones educadas por el capitalismo digital tiene mucho que ver con esto. La ansiedad y la histeria superficial que constituye la lógica intrínseca de las «redes sociales» favorecen la estetización y emocionalización de la política; y de ello supo sacar partido Milei, ganándole por goleada a los maestros vernáculos de la política como emoción: los peronistas. Pero antes de extraer conclusiones fáciles y rápidas, cabría reparar en que, a la corta o a la larga, la emocionalización de la política favorece a quienes quieren que todo siga como está, no a quienes quieren transformarlo en un sentido liberador. Es por ello, precisamente, que el subjetivismo progre de raíz romántica es una calamidad.

Por último, habría que calibrar muy bien el impacto nocivo de la sensibilidad woke de clase media, que enajenó a muchas personas de los sectores populares con sus excentricidades discursivas. La notoria incapacidad de tantos docentes para interlocutar con sus estudiantes de clase baja tiene mucho que ver con el lenguaje (y con las actitudes de superioridad moral, desgraciadamente tan frecuentes). En los sesenta, era habitual que de los colegios religiosos salieran, como reacción a su «bajada de línea», militantes de izquierda e incluso guerrilleros. El discurso progre convertido en una especie de «pensamiento único» o «sentido común» del cuerpo de profesores en muchas escuelas a las que concurren sectores populares generó el efecto no deseado, pero previsible, de facilitar la emergencia de una generación de jóvenes derechistas. Hay aquí mucho sobre lo que reflexionar en el terreno de las actitudes políticas, donde podemos actuar en lo inmediato (a diferencia de cuestiones estructurales, sobre las que poco podemos hacer a corto plazo).

Una cosa es ganar una elección. Otra muy diferente es gobernar. Milei no la tendrá fácil. No es seguro que pueda controlar la inflación a mediano plazo. Si lo hiciera, en una situación tan degradada podría tener, como Menem, unos años de estabilidad y apoyo popular, preludio casi con seguridad de nuevas desazones. Mucho menos seguro es que pueda mejorar sensiblemente la situación de los millones de descontentos y descontentas que lo votaron (aunque la abundante cosecha que se espera podría darle un margen de maniobra). Y si la bomba le estallara en la cara, se abrirá en la Argentina un escenario de terra incognita que podría reconfigurar no sólo la política sino la sociedad entera. Para eso habría que prepararse, aunque, de momento, las fuerzas que anhelan un cambio verdaderamente revolucionario partamos de una situación de extrema debilidad política y bastante incertidumbre intelectual.


NOTAS

1] Aunque la histeria contra Milei hizo que se viera como un retroceso inaceptable que “por primera vez en 40 años gobierne alguien que reivindica a la dictadura”, pocos estaban dispuestos a reparar que en el vecino Chile, desde hace más de treinta años, existe una fuerza política de masas que reivindica a Pinochet: la que lidera Sebastián Piñera, dos veces presidente. Lo hizo en los marcos de la democracia liberal, sin imponer ninguna dictadura. Y no hay que olvidar otros «retrocesos» de la democracia más palpables que las opiniones personales de figuras políticas, como las leyes de Obediencia Debida y Punto Final (obtenidas luego de un levantamiento militar bajo el gobierno de Alfonsín), los indultos concedidos por Menem, e incluso la ley antiterrorista aprobada durante el mandato de Kirchner. Cabe señalar, por lo demás, que si una democracia es un conjunto de reglas institucionales que van más allá de las personas y los gobernantes circunstanciales, quienes creen que la democracia corre peligro por un cambio de gobierno por medios electorales, no parecen creer mucho en ella.
2] “Bolsonaro, Trump o Meloni tienen tanto de fascistas como Sánchez, Fernández o Lula de comunistas. Los supuestos fascistas de hoy no parecen embarcarse en aventuras belicistas (Trump, guste o no, ha sido el presidente de USA menos militarista de los últimos años), ni parecen fomentar la industria bélica (al menos no más que sus adversarios). Tampoco muestran gran entusiasmo por las empresas estatales ni tienen anhelos corporativistas: confían plenamente en el mercado. No hay indicios de que estén creando en secreto campos de exterminio. Algunos pueden tener coqueteos con grupos paramilitares, pero se hallan a años luz de la movilización paramilitar masiva del fascismo clásico. No han prohibido a los sindicatos, ni tampoco suprimido las elecciones. Lo suyo es más bien un conservadurismo cultural de ribetes autoritarios sobre políticas neoliberales. Desde luego, y para ver la cosa desde el otro ángulo: ni el progresismo ni el supuesto ‘marxismo cultural’ pretenden abolir el derecho de herencia, expropiar los grandes medios de producción o nacionalizar la banca. Tampoco erigir sóviets o implantar el control obrero de la producción. No planean en secreto la lucha armada ni sueñan con ninguna insurrección. Ni siquiera pretenden acabar con los rentistas (algo que proponía el mismísimo Keynes, un economista que se reconocía burgués), e incluso dudan a la hora de aumentar los impuestos al capital financiero. Lo suyo es progresismo cultural: lenguaje inclusivo, cupo trans, esas cosas”. Ariel Petruccelli, “Crítica de la política y la (sin)razón posmodernas”, Corsario Rojo, n° 1, primavera austral 2022, p. 10, disponible en https://kalewche.com/wp-content/uploads/2022/11/1-Critica-al-posmodernismo.pdf.


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