El gobierno de Italia en guerra con los inmigrantes
Richard Braude
Después de tan solo tres semanas en el gobierno, Giorgia Meloni inició una guerra contra las organizaciones que rescatan inmigrantes. Además de haber producido un incidente diplomático con Francia, este asunto nos muestra hasta qué punto Europa quedó atrapada en la agenda antiinmigrantes de la extrema derecha.
Amenazas,
mentiras y transgresión de convenios internacionales. Otro gobierno
italiano, otra ronda de intentos de convertir los puertos de Italia
en un circo de violaciones y disputas deshumanizantes. Otra ronda de
la que el régimen de fronteras racista de Europa sale fortalecido.
Es como si el mar estuviera alambrado y cada barco fuera un puesto de
control.
La
inmigración es la pesadilla de la política italiana desde hace más
de una década. Los barcos poblados de almas desesperadas nunca
abandonaron los titulares de los diarios, ni cuando la cobertura es
positiva (y reconoce la amplia resistencia del proletariado africano
y asiático frente a un régimen de fronteras injusto y divisivo) ni
cuando es negativa (una distracción espectacularizada del asedio de
la clase dominante italiana a toda la sociedad).
La
historia creció con el nuevo gobierno formado en octubre, coalición
de derecha que incluye al misógino magnate de los medios Silvio
Berlusconi, el trumpista y putinista Matteo Salvini y, en la
dirección, a la primera ministra Giorgia
Meloni y su partido «posfascista», Fratelli d’Italia. No
fue ninguna sorpresa que después de entrar en funciones hace tres
semanas, esta coalición apuntó sus cañones inmediatamente contra
las misiones de rescate de las oenegés en el Mediterráneo.
Ni
Italia ni Europa organizan campañas oficiales de búsqueda y de
rescate desde 2014; la mayoría de los inmigrantes que llegan por el
mar lo hacen sin asistencia, o son interceptados por embarcaciones
comerciales o militares sin ninguna experiencia en el asunto. Sin
embargo, también hay muchos inmigrantes que son rescatados en el mar
por los barcos de las OEGs. De las ochenta y cinco mil personas
que sobrevivieron al viaje a Italia tan solo este año, alrededor de
un quinto fueron rescatadas por activistas. Después de medio siglo
de legislación marítima y convenios internacionales, las
obligaciones y los límites de los rescatistas son evidentes:
cualquier persona rescatada en el mar debe ser conducida al puerto
seguro más cercano; cualquier persona que desembarque en un puerto
tiene derecho a pedir asilo.
A
pesar de la claridad y de la simplicidad de estas leyes, los
gobiernos italianos siempre intentaron pasarlas por alto, atentando
en el proceso contra los derechos humanos de quienes alcanzan las
costas de la península. Sucedió en 2009, cuando los militares
italianos, bajo las órdenes de Berlusconi, transportaron a cientos
de refugiados de África del Este a Libia. Sucedió en un tortuoso
2016, cuando el gobierno, bajo la dirección del Partido Democrático
italiano, intervino las embarcaciones de los rescatistas, puso
agentes del servicio secreto a bordo y luego inició un proceso
penal. Sucedió en 2018, cuando Salvini, entonces ministro del
Interior, detuvo a cientos de inmigrantes que viajaban a bordo de los
botes de la guardia costera y de las oenegés. Sucedió en 2021,
cuando, recién entrado en funciones, el gobierno tecnócrata de
Mario Draghi confiscó embarcaciones y allanó viviendas de
activistas. Por el primero de estos casos, Italia fue condenada por
el Tribunal Europeo de Derechos Humanos; por el segundo, los
rescatistas todavía están en juicio; por el tercero, Salvini está
en el banco de los acusados.
Frente
al horror de esta política racista, acaso estemos tentados a aceptar
los límites de un llamado a la solidaridad que exprese una humanidad
tan universal como imprecisa; frente a su consistencia, tal vez sea
igual de tentador ignorar la historia y tratar cada momento como si
fuese tristemente el mismo. Pero sería un error. Las preguntas que
debemos plantearnos ahora son: ¿En qué sentido este momento
presente es diferente de los del pasado? ¿Qué
fuerzas políticas está intentando aglutinar el nuevo gobierno? ¿Y
cómo deberíamos, en tanto internacionalistas y socialistas,
responder a esta nueva coyuntura en términos políticos?
Suspender
la humanidad
El nuevo gobierno entró en funciones mientras cuatro barcos rescatistas de oenegés todavía estaban en el mar, y declaró inmediatamente que no les permitiría atracar en ningún puerto italiano. El gobierno declaró que los inmigrantes debían ser enviados a los países en los que los barcos rescatistas estaban oficialmente registrados, en este caso Alemania y Noruega. Esta declaración sirve a la propaganda nacionalista, pero no cuenta con el respaldo de los convenios internacionales. No obstante, con más de mil personas a bordo, los cuatro barcos —el acertadamente bautizado Humanity 1, el Geo Barents, el Rise Above y el Ocean Viking— quedaron a la espera de que les asignaran un lugar seguro.
Cuando
el Humanity 1 - seguido inmediatamente por el Geo
Barents - finalmente llegó a un puerto de Catania, en la
costa este de Sicilia, el gobierno italiano cambió de táctica y
anunció que solo aquellas personas que satisficieran criterios
determinados obtendrían permiso para desembarcar en tierra firme.
Implementando una táctica novedosa que sorprendió incluso a los más
familiarizados con la innovadora crueldad de las políticas de
inmigración italianas, el nuevo ministro del Interior, Matteo
Piantedosi, decidió enviar un equipo médico a bordo para
seleccionar quiénes serían aceptados y quiénes no. Reitero: para
seleccionar, entre las 150 personas que habían sobrevivido a la
tortura y a los horrores de los campos de concentración libios y a
los peligros del mar, quiénes serían considerados dignos de ser
aceptados por Italia, y quiénes, en cambio, serían forzados a
permanecer a bordo con la posibilidad de ser nuevamente expulsados
hacia aguas internacionales.
Cuando terminó este proceso completamente ilegal —criticado públicamente por militantes y sindicatos— las veinticuatro personas que permanecieron a bordo protestaron contra su detención de todos los modos posibles: huelgas de hambre, autolesiones, saltos por la borda, mensajes de sufrimiento garabateados en letreros que sobresalían entre las claraboyas. Los doctores de toda Italia escribieron una carta a sus colegas del puerto acusándolos de infringir el juramento hipocrático. Después de días de protestas a bordo y en el muelle, el gobierno emitió la orden de permitir el desembarco de todos los pasajeros. Y con poca cobertura mediática, el tercer barco - el Rise Above -fue enviado a Reggio Calabria, donde sus cientos de pasajeros fueron recibidos sin ninguna «selección» pseudocientífica.
Aboubakar Soumahoro, exsindicalista recientemente elegido como diputado por el partido de izquierda Sinistra Italiana (y único miembro negro del nuevo parlamento), subió al barco a expresar su solidaridad con la tripulación y con los pasajeros. Dijo que «el gobierno está corriendo una carrera para ver quién es más ‘identitario’. Y están haciéndolo sobre las espaldas de los más indefensos. Le recomendaré a la primera ministra que lea algunas de las obras de Hannah Arendt, en primer lugar Eichmann en Jerusalén».
El consejo de Soumahoro amerita ser considerado con seriedad. ¿Qué podría aprender Meloni de estas páginas? El nazi Adolf Eichmann, juzgado en Israel por su papel en el Holocausto, declaró que su principio orientador era la importancia de aplicar la ley y citó incluso al filósofo de la Ilustración, Immanuel Kant. Como notó Arendt en sus informes del juicio, Eichmann ignoraba que para Kant, seguir la ley debe implicar siempre preguntarse a uno mismo qué es justo y qué representa nuestro deber en términos morales. En otras palabras, Eichmann solo recordaba la ley, pero había olvidado los principios de solidaridad y humanidad. Esto era para Arendt la «banalidad del mal».
Pero en este caso, el gobierno no actuó en nombre de la humanidad ni tampoco en nombre de la ley. La extrema derecha que tiene el poder intentó aplicar medidas drásticas con mano dura, aunque tuvo que ablandarse antes de llegar al fondo. Publicada a las apuradas, la nueva ley contra los barcos de rescate de las oenegés, tiene errores que pronto quedarán expuestos en los tribunales; la infracción de los derechos humanos escandalizó incluso a sus aliados de la Iglesia católica; y los militantes contra los que apuntan están organizados, tienen equipos de abogados especializados y una década de experiencia contra el Estado italiano. En fin, casi nadie diría que el primer paso de Meloni fue un éxito.
Solidaridad europea
Como si no hubiera sido suficientemente malo, después del escándalo el gobierno de Meloni generó un incidente diplomático. El cuarto barco de rescate, el Ocean Viking (operado por la organización francesa SOS Méditerranée) decidió no atracar en un puerto italiano y volver a Francia.
El Ocean Viking cantó victoria por haber conseguido que le asignaran un puerto para sacar de apuros a las más de doscientas personas que llevaba a bordo. La derecha italiana también cantó victoria, y agitó a sus electores diciendo que habían obligado a otros países a quitar a los inmigrantes de la órbita de responsabilidad de Italia. Por otro lado, los militantes denunciaron el precedente que estaba sentando el gobierno italiano, y el gobierno francés respondió con furia que el atraque no había sido acordado. El momento no fue oportuno: el gobierno francés está ansioso por complacer a ese cuarto de los electores que votó por la extrema derecha de Marine Le Pen, y está discutiendo una nueva ley de inmigración con este fin. Después de veinte días en el mar, el barco atracó en el puerto de Toulon, y los inmigrantes fueron albergados en una militarizada tierra de nadie. Las declaraciones oficiales van y vuelven mientras el gobierno de Emmanuel Macron discutió la posibilidad de traer de vuelta a su embajador en Italia (como hizo en 2019), envió cientos de gendarmes para proteger la frontera con Italia y amenazó con abandonar el programa europeo para «relocalizar» a 3500 inmigrantes de Italia en Francia.
En esta reciente guerra de palabras diplomática, la importancia de la «solidaridad europea» recibió nuevos sentidos. «Los otros países están aislándonos», dice llorando el ministro del Interior italiano, «no están actuando según el espíritu de solidaridad europeo». «Debemos obedecer a las reglas», replica el gobierno alemán, «tenemos un mecanismo que garantiza la solidaridad». «Sí, podemos hacernos cargo de algunos», dicen los franceses, «pero nos gustaría que Italia recuerde que es la principal beneficiaria de la solidaridad europea» (entiéndase en términos de redistribución económica entre los Estados que forman parte de la UE). El único remanente de la hegemonía centrista anterior, el presidente Sergio Mattarella, intentó calmar las aguas: «esto es un desafío que solo podremos superar mediante la solidaridad europea». Por su parte, Meloni terminó encontrando un aliado en Manfred Weber, portavoz del Partido Popular Europeo (PPE) —principal grupo de centroderecha del parlamento de la Unión Europea— que también afirmó que «no podemos abandonar a Italia, necesitamos mostrar solidaridad a nivel europeo».
Tenemos que tener cuidado con la palabra «solidaridad» cuando está en la boca de los herederos de Mussolini. Cuanto más la repiten, más claro queda que en este caso no significa apoyo mutuo y reciprocidad, sino jugar al ping-pong con las vidas de las personas: solidaridad es pasarse el fardo de la inmigración, ceder parcialmente la frontera a las hordas que llegan o se van. En efecto, «solidaridad europea» es una típica frase retórica de la política italiana, que sugiere que los políticos son víctimas y que su país está obligado a llevarse la peor parte de la inmigración. Sin embargo, los números dicen otra cosa: Italia tiene índices de inmigración relativamente bajos en comparación con los países de Europa del Norte a los que critica.
Y aunque tal vez los militantes de los países europeos más ricos también sientan la tentación de exigir que sus gobiernos reciban a los inmigrantes que desembarcan en los puertos italianos, deberían evitar caer en estos juegos de la clase dominante. Las personas no deben ser «relocalizadas» mediante mecanismos acordados por burócratas (sistema reiterado la semana pasada por Italia, Malta, Chipre y Grecia): simplemente debemos reconocer el derecho de las personas a tomar decisiones y moverse con autonomía. Para los internacionalistas, la solidaridad europea debe significar reabrir las fronteras internas de Europa, volver a la libertad de movimiento estipulada en el acuerdo de Schengen y resistir a los cercos racistas implementados después del «verano de migración» de 2015 y exacerbados durante la pandemia.
Entre los varios acuerdos, acaso el único gesto real de solidaridad —de mantener la posición y no ceder— provino del líder antiinmigración húngaro, Viktor Orbán, que no invocó el término, pero tuiteó un saludo («Debemos estar muy agradecidos con Giorgia Meloni y el nuevo gobierno italiano por proteger las fronteras de Europa»), y destacó la «victoria» de Meloni en la prensa nacional. En efecto, no es coincidencia que, en las inminentes propuestas europeas sobre inmigración, Italia sea el principal aliado de Hungría en el combate contra toda reforma progresista. Mientras tanto, el gobierno de Orbán todavía tiene expectativas de recibir fondos del Plan de Recuperación pospandémica de la UE a pesar de su constante violación de los derechos humanos de los inmigrantes y de los militantes de organizaciones democráticas.
¿Fascista, incompetente o las dos cosas?
Por el momento, parece que el gobierno sufrió una derrota vergonzosa. Incompetencia diplomática, abogados que hicieron acotaciones erradas, profesionales enojados: no parece un camino hacia la estabilidad económica ni política. Los que están a cargo carecen a la vez de toda experiencia de gobierno y del radicalismo que los excusaría por su ingenuidad. De hecho, aunque lleva pocas semanas en la legislatura, no es la primera vez en la que demuestran cierta torpeza jurídica. También publicaron un decreto contra las raves y promovieron una legislación contra el aborto que contienen elementos evidentemente anticonstitucionales.
Esto distingue nítidamente el nuevo gobierno de sus predecesores. Aunque puso fin a algunos de los peores (y en muchos casos inconstitucionales) abusos del breve período en el que Salvini estuvo en el poder, el multipartidista gobierno tecnócrata de Draghi fue un desastre para la democracia y un aliado de las empresas, no de los trabajadores. Pero era considerado competente y confiable. Como sea, en términos de gestión de las crisis gemelas de la pandemia (a la cual tuvo que responder Draghi) y la guerra de Ucrania, ni siquiera la competencia tecnócrata alcanzó. Si el nuevo gobierno profundiza estos niveles de fracaso técnico que demostró hasta ahora, podría perder el apoyo de la clase dominante. En efecto, ya empezaron a abrirse algunas grietas con la crítica de Berlusconi y de los miembros de su partido al enfoque del ministro del Interior.
Pero tal vez el gobierno italiano sea menos torpe de lo que parece. Si el año pasado, para Draghi y la clase política europea la «solidaridad europea» significaba redistribuir la riqueza de norte a sur —incluida Italia— hoy significa unirse con Ucrania contra la invasión militar rusa. Draghi y su gobierno estuvieron detrás de este proyecto y el nuevo gobierno está buscando otras alianzas. La última vez que un gobierno de derecha estuvo en el gobierno, en 2018, no tardó en descubrir que había poco que ganar a nivel europeo: el intento de designar un ministro de Economía soberanista fue rápidamente vetado por el presidente Mattarella.
Pero 2022 no es 2018. La guerra y la pandemia transformaron nuestro mundo. Y en esta nueva reconstrucción de Europa, tal vez los ataques racistas contra la clase trabajadora africana y asiática que llega a las costas cruzando el mar terminen jugando un rol fundamental. Mientras los Estados europeos discuten el sentido de su solidaridad, los internacionalistas debemos luchar contra las fuerzas de la derecha política que intentan tomar Europa y mantenernos firmes en nuestra solidaridad sin fronteras.
Fuente: Jacobin